Que lo
creas o no, me importa bien poco.
Mi abuelo se lo narro a mi padre, mi padre me lo ha
referido a mi,
y yo te lo cuento ahora, si quiera no sea más que
por pasar el rato.
I
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas
de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre,
cuando, después de una fatigosa jornada, llegamos a
Bellver, termino de nuestro viaje.
Bellver es una pequeña población situada a la falda
de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse,
como las gradas de un colosal anfiteatro de granito,
las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí
y allá sobre una ondulante sabana de verdura,
parecen a lo lejos un bando de palomas que han
abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de
la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen estas su curso,
y sobre cuya cima se notan aun remotos vestigios de
construcción, señala la antigua línea divisoria
entre el condado de Urgel y el mas importante de sus
feudos.
A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este
punto, remontando la corriente del río y siguiendo
sus curvas y frondosas márgenes, se encuentra una
cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base
en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a
ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de
sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto
de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de
este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas
plantas trepadoras que suben enredándose hasta
coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina la
sirve de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros
de viaje y deteniendo mi escuálida cabalgadura,
contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla
expresión de las creencia y la piedad de otros
siglos.
Un mundo de ideas se agolpo a mi imaginación en
aquel instante. Ideas ligerísimas sin forma
determinada, que unían entre si, como un visible
hilo de luz, la profunda soledad de aquellos lugares,
el alto silencio de la naciente noche y la vaga
melancolía de mi espíritu.
Impulsado de un sentimiento religioso, espontaneo e
indefinible, eche maquinalmente pie a tierra, me
descubrí y comencé a buscar en el fondo de mi
memoria una de aquellas oraciones que me enseñaron
cuando niño; una de aquellas oraciones que, cuando más
tarde se escapan involuntarias de nuestros labios,
parece que aligeran el pecho oprimido y semejantes a
las lagrimas, alivian el dolor, que también toma
estas formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso
sentí que me sacudían con violencia por los hombros.
Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.
Era una de nuestros guías, natural del país, el
cual, con una indescriptible expresión de terror
pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo
y cubrir mi cabeza con el fieltro que aun tenia en
mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera,
equivalía a una interrogación enérgica, aunque
muda.
El pobre hombre, sin cejar en su empeño de alejarme
de aquel sitio, contesto a ella con estas palabras,
que entonces no pude comprender, pero en las que había
un acento de verdad que me sobrecogió:
-¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado
que tenga en el mundo, señorito, cúbrase usted la
cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz! ¡Tan
desesperado esta usted que, no bastándole la ayuda
de Dios, recurre a la del demonio!
Yo permanecí un rato mirándole en silencio.
Francamente, creí que estaba loco; pero el prosiguió
con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien: si delante de
esa cruz le pide usted al cielo que le preste ayuda,
las cumbres de los montes vecinos se levantaran en
una sola noche hasta las estrellas invisibles, solo
por que no encontremos la raya en toda nuestra vida.
Yo no pude menos que sonreírme.
-¿Se burla usted?...¿Cree acaso que esa es una cruz
santa, como la del porche de nuestra iglesia?...
-¿Quien lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa
cruz, salvo lo que tiene de Dios, esta maldita...;
esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso
la llaman La cruz del Diablo.
-¡La cruz del diablo!-repeti, cediendo a sus
instancias, sin darme cuenta a mi mismo del
involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi
espíritu, y que me rechazaba como una fuerza
desconocida de aquel lugar-. ¡La cruz del Diablo! ¡Nunca
ha herido mi imaginación una amalgama más
disparatada de dos ideas tan absolutamente enemigas!...
¡Una cruz...y del diablo! ¡ Vaya, vaya! ¡Fuerza
será que en llegando a la población me expliques
este monstruoso absurdo.
Durante este corto dialogo, nuestros camaradas que
habían sus cabalgaduras, se nos reunieron al pie de
la cruz; yo les explique en breves palabras lo que
acababa de sucederme: monte nuevamente en mi rocín,
y las campanas de la parroquia llamaban lentamente a
la oración cuando nos apeamos en el más escondido y
lóbrego de los paradores de Bellver.
II
Las llamas rojas y azules se enroscaban
chisporroteando a lo largo del grueso tronco de
encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras,
que se proyectaban temblando sobre los ennegrecidos
muros, se empequeñecían o tomaban formas
gigantescas, según la hoguera despedía resplandores
más o menos brillantes; el vaso de saúco, ora vacío,
ora lleno, y no de agua como cangilón de noria había
dado tres veces la vuelta en derredor del circulo que
formábamos junto al fuego, y todos esperaban con
impaciencia la historia de La cruz del Diablo, que a
guisa de postres de la frugal cena que acabábamos de
consumir se nos había prometido, cuando nuestro guía
tosió por dos veces, se echo al coleto un ultimo
trago de vino, limpióse con el revés de la mano la
boca y comenzó de este modo:
-Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no se cuanto,
pero los moros ocupaban la mayor parte de España, se
llamaban condes nuestros reyes, y las villas y aldeas
pertenecían en feudo a ciertos señores que, a su
vez, prestaban homenaje a otros más poderosos,
cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el héroe
de la fiesta guardo silencio durante algunos segundos,
como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:
-Pues es el caso que en aquel tiempo remoto esta
villa y algunas otras formaban parte del patrimonio
de un noble barón, cuyo castillo señorial se
levanto por muchos siglos sobre la cresta del peñasco
que baña el Segre, del cual toma su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas
informes ruinas que, cubiertas de jaramago y musgo,
se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que
conduce a este pueblo.
No se si, por ventura o desgracia, quiso la suerte
que este señor, a quien por su crueldad detestaban
sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey
admitía en la corte, ni sus vecinos en el hogar, se
aburriese de vivir solo con su mal humor y sus
ballesteros en lo alto de la roca en que sus
antepasados colgaron su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna
distracción propia de su carácter, lo cual era
bastante difícil después de haberse cansado, como
ya lo estaba, de mover guerra a sus vecinos, apalear
a sus servidores y ahorcar a sus súbditos.
En esta ocasión, cuentan las crónicas que se le
ocurrió, aunque sin ejemplar, una idea feliz.
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas
naciones se prestaban partir juntos con una
formidable armada a un país maravilloso para
conquistar e sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo,
que los moros tenían en su poder, se determino a
marchar en su seguimiento.
Si realizo esta idea con objeto de purgar sus culpas,
que no eran pocas, derramando su sangre en tan justa
empresa, o con el de transplantarse a un punto donde
sus malas mañas no conociesen, se ignora; pero la
verdad del caso es que, con gran contentamiento de
grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegó
cuanto dinero pudo, redimió a sus pueblos del señorío
mediante una gruesa cantidad, y no conservando de
propiedad suya más que el peñón del Segre y las
cuatro torres del castillo, herencia de sus padres,
desapareció de la noche a la mañana.
La comarca entera respiró en libertad durante algún
tiempo, como si despertara de una pesadilla.
Ya no colgaban de los arboles de sus sotos, en vez de
frutos, racimos de hombres; las muchachas del pueblo
no temían al salir con su cántaro a la cabeza a
tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores
llevaban sus rebaños al Segre por sendas
impracticables y ocultas, temblando encontrar a cada
revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy
amado señor.
Así transcurrió el espacio de tres años; la
historia del Mal caballero, que sólo por este nombre
se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo
dominio de las viejas, que en las eternas veladas del
invierno las relataban con voz hueca y temerosa a los
asombrados chicos: las madres asustaban a los pequeñuelos
incorregibles o llorones diciéndoles: <<¡Que
viene el señor del Segre!>>, cuando he aquí
que no se si un día o una noche, si caído del cielo
o abortado de los profundos, el temido señor apareció
efectivamente y, como suele decirse, en carne y hueso,
en mitad de sus antiguos vasallos.
Renuncio a describir el efecto de esta desagradable
sorpresa. Ustedes se lo podrán figurar, mejor que yo
pintarlo, solo con decirles que tornaba reclamando
sus vendidos derechos; que si malo se fue, peor volvió,
y si pobre y sin crédito se encontraba antes de
partir a la guerra, ya no podía contar con más
recursos que su despreocupación, su lanza y una
media docena de aventureros tan desalmados y perdidos
como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar
tributos que a tanta costa habían redimido; pero el
señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y
a sus mieses.
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor
se burlo de las cartas-leyes de los condes soberanos,
las clavó en el postigo de sus torres y colgó a los
farautes de una encina.
Exasperados, y no encontrando otra vía de salvación,
por ultimo, se pusieron de acuerdo entre si, se
encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las
armas; pero el señor reunió a sus secuaces, llamo
en su ayuda al diablo, se encaramo a su roca y se
preparo a la lucha.
Esta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con
todas armas, en todos sitios y a todas horas, con la
espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en
el día y durante la noche. Aquello no era pelear
para vivir: era vivir para pelear.
Al caso, triunfo la causa de la justicia. oigan
ustedes cómo:
Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un
rumor en la tierra ni brillaba un solo astro en el
cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por
una reciente victoria, se repartían el botín y,
ebrios con el vapor de los licores, en mitad de la
boca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos
cantares en loor de su infernal patrono.
Como dejo dicho, nada se oía en derredor del
castillo, excepto el eco de las blasfemias, que
palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche,
como palpitan las almas de los condenados envueltas
en los pliegues del huracán de los infiernos.
Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas
veces sus ojos en la villa, que reposaba silenciosa,
y se habían dormido sin temor a una sorpresa,
apoyados en el grueso tronco de sus lanzas, cuando he
aquí que algunos aldeanos, resueltos a morir y
protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el
enhiesto peñón del Segre, a cuya cima tocaron a
punto de medianoche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra
de poco tiempo: los centinelas salvaron de un solo
salto el valladar que separa al sueño de la muerte;
el fuego, aplicado con teas de resina al puente y al
rastrillo, se comunico con la rapidez del relámpago
a los muros, y los escaladores, favorecidos por la
confusión y abriéndose paso entre las llamas,
dieron fin con los habitantes de aquella guarida en
un abrir y cerrar los ojos. Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas
copas de los enebros, humeaban aun los calcinados
escombros de las desplomadas torres; y a través de
sus anchas brechas, chispeando al herirla la luz, y
colgada de uno de los negros pilares de la sala del
festín, era fácil divisar la armadura del temido
jefe, cuyo cadáver, cubierto de sangre y de polvo,
yacía entre los desgarrados tapices y las calientes
cenizas, confundido con los de sus oscuros compañeros.
El tiempo paso; comenzaron los zarzales a rastrear
por los desiertos patios, la hiedra a enredarse en
los oscuros machones y las campanillas azules a
mecerse colgadas de las ruinosas almenas. Los
desiguales soplos de la brisa, el graznido de las
aves nocturnas y el rumor de los reptiles que se
deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de
vez en cuando el silencio de la muerte de aquel lugar
maldecido; los insepulos huesos de sus antiguos
moradores blanqueaban al rayo de la luna, y aún podía
verse el haz de armas del señor del Segre colgado
del negro pilar de la sal de festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas
acerca de aquel abandonado objeto, causa incesante de
hablillas y terrores para los que le miraban llamear
durante el día, herido por la luz del sol, o creían
percibir en las latas horas de la noche el metálico
son de sus piezas, que chocaban entre si cuando las
movía el viento, con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la
armadura se fraguaron, y que n voz baja se repetían
unos a otros los habitantes de los alrededores, no
pasaban de cuentos, y el único mal positivo que de
ello resulto se redujo entonces a una dosis de miedo
más que regular, que cada uno de por si se esforzaba
en disimular lo posible, haciendo, como decirse suele,
de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría
perdido. Pero el diablo, que a lo que parece no se
encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el
permiso de Dios, y a fin de hacer purgar a la comarca
algunas culpas, volvió a tomar cartas en el asunto.
Desde este momento las fábulas, que hasta aquella época
no pasaron de un rumor vago y sin viso alguno de
verosimilitud, comenzaron a tomar consistencia y a
hacerse de día en día más probables.
En efecto, hacia algunas noches que todo el pueblo
había podido observar un extraño fenómeno.
Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las
retorcidas cuestas del peñón del Segre, ya vagando
entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose, al
aparecer, en los aires, se veían correr, cruzarse,
esconderse y tornar a aparecer para alejarse en
distintas direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas,
cuya procedencia nadie sabia explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el
intervalo de un mes, y los confusos aldeanos
esperaban, ansiosos, el resultado de aquellos conciliábulos
diabólicos que ciertamente no se hizo aguardar mucho,
cuando tres o cuatro alquerías incendiadas, varias
reses desaparecidas y los cadáveres de algunos
caminantes despeñados en los precipicios pusieron en
alarma todo el territorio en diez leguas a la redonda.
Ya no quedo duda laguna. Una banda de malhechores se
albergaba en los subterráneos del castillo.
Estos, que solo se prestaban al principio muy de
tarde en tarde y en determinados puntos del bosque
que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera,
concluyeron por ocupar casi todos los desfiladeros de
las montañas, emboscarse en los caminos, saquear los
valles y descender como un torrente a la llanura,
donde, a este quiero, a este no quiero, no dejaban títere
con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban, las muchachas
desaparecían, los niños eran arrancados de las
cunas, a pesar de los lamentos de sus madres, para
servirlos en diabólicos festines, en que, según la
creencia general, los vasos sagrados sustraídos de
las profanadas iglesias servían de copa.
El terror llego a apoderarse de los ánimos en un
grado tal, que al toque de oraciones nadie se
aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre
se creían seguros de los bandidos del peñón.
Mas ¿quienes eran estos? ¿De donde habían venido?
¿Cual era el nombre de su misterioso jefe? He aquí
el enigma que todos querían explicar y que nadie podía
resolver hasta entonces, aunque se observase, desde
luego, que la armadura del señor feudal había
desaparecido del sitio que antes ocupara y
posteriormente varios labradores hubiesen afirmado
que el capitán de aquella desalmada gavilla marchaba
a su frente, cubierto con una que, de no ser la misma,
se le asemejaba en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte
de fantasía con que el miedo abulta y completa sus
creaciones favoritas, nada tiene en si de
sobrenatural y extraño.
¿Que cosa más corriente en unos bandidos que las
ferocidades con que estos se distinguían, ni más
natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas
armas del señor del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de
morir por uno de sus secuaces, prisionero en las últimas
refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando
el ánimo de los más incrédulos. Poco más o menos,
el contenido de su confesión fue éste:
<<-Yo -dijo- pertenezco a una noble familia.
Los extravíos de mi juventud, mis locas
prodigalidades y mis crímenes, por último,
atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis deudos y
la maldición de mi padre, que me desheredó al
expiar. Hallándome solo y sin recursos de ninguna
especie, el diablo, sin duda, debió sugerirme la
idea de reunir algunos jóvenes que se encontraban en
una situación idéntica a la mía, los cuales,
seducidos con la promesa de un porvenir de disipación,
libertad y abundancia, no vacilaron un instante en
suscribir a mis designios. Estos se reducían a
formar una banda de jóvenes de buen humos,
despreocupados y poco temerosos del peligro, que
desde allí en adelante vivirían alegremente del
producto de su valor y a costa del país, hasta tanto
que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos
conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede.
Con esto objeto, señalamos esta comarca para teatro
de nuestras expediciones futuras y escogimos como
punto el más a propósito para nuestras reuniones el
abandonado castillo del Segre, lugar seguro no tanto
por su posición fuerte y ventajosa como por hallarse
defendido contra el vulgo por las supersticiones y el
miedo. Congregados una noche bajo sus ruinosas
arcadas, alrededor de una hoguera que iluminaba con
su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabóse
una acalorada disputa sobre cual de nosotros había
de ser elegido jefe. Cada uno alegó sus méritos: yo
expuse mis derechos; ya los unos murmuraban entre si
con ojeadas amenazadoras, ya los otros, con voces
descompuestas por la embriaguez, habían puesto la
mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la
cuestión, cuando de repente oímos un extraño
crujir de armas acompañado de pisadas huecas y
sonantes, que de cada vez se hacían más distintas.
Todos arrojamos a nuestro alrededor una inquieta
mirada de desconfianza; nos pusimos de pie y
desnudamos nuestros aceros, determinados a vender
caras las vidas; pero no pudimos por menos de
permanecer inmóviles al ver adelantarse con paso
firme e igual un hombre de elevada estatura,
completamente armado de la cabeza al pie y cubierto
el rostro con la visera del casco, el cual,
desnudando su montante, que dos hombres podrían
apenas manejar, y poniéndose sobre uno de los
carcomidos fragmentos de las rotas arcadas, exclamo
con una voz hueca y profunda, semejante al rumor de
una caída de aguas subterráneas: Si alguno de
vosotros se atreve a ser el primero mientras yo
habite en el castillo del Segre, que tome esa espada,
signo del poder. Todos guardamos silencio,
hasta que, transcurrido el primer momento de estupor,
le proclamamos a grandes voces nuestro capitán,
ofreciéndole una copa de nuestro vino, la cual rehusó
por señas acaso por no descubrirse la faz, que en
vano procuramos distinguir a través de las rejillas
de hierro que la ocultaba a nuestros ojos. No
obstante, aquella noche pronunciamos el más
formidable de los juramentos, y a la siguiente dieron
principio nuestras nocturnas correrías. En ellas,
nuestro misterioso jefe marcha siempre delante de
todos. Ni el fuego le ataja, ni los peligros le
intimidan, ni las lagrimas le conmueven. Nunca
despliega sus labios; pero cuando la sangre humea en
nuestras manos, como cuando los templos se derrumban
calcinados por las llamas; cuando las mujeres huyen
espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan
gritos de dolor, y los ancianos perecen a nuestros
golpes, contesta con una carcajada de feroz alegría
a los gemidos, las imprecaciones y los lamentos. Jamás
se desnuda de sus armas ni abate la visera de su
casco después de la victoria, ni participa del festín,
ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se
hunden entre las piezas de su armadura, y ni le
causan la muerte ni se retiran teñidas en sangre; el
fuego enrojece su espaldar y su cota, y aun prosigue
impávido entre las llamas, buscando nuevas víctimas;
desprecia el oro, aborrece la hermosura y no le
inquieta la ambición. Entre nosotros, unos le creen
un extravagante; otros, un noble arruinado, que por
un resto de pudor se tapa la cara, y no falta quien
se encuentra convencido de que es el mismo diablo en
persona.>>
El autor de estas revelaciones murió con la sonrisa
de la mofa en los labios y sin arrepentirse de sus
culpas. Varios de sus iguales le siguieron en
diversas épocas al suplicio; pero el temible jefe, a
quien continuamente se unían nuevos prosélitos, no
cesaba en sus desastrosas empresas.
Los infelices habitantes de la comerca, y de cada vez
más aburridos y desesperados, no acertaban ya con la
determinación que deberia tomarse para conlcuir de
un todo con aquel orden de cosas, cada dia más
insoportable y triste.
Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un
espeso bosque, vivía a esta sazón, en una pequeña
ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre, de
costumbres piadosas y ejemplares, a quien el pueblo
tuvo siempre en olor de santidad merced a sus
saludables consejos y acertadas predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y
proverbial sabiduría encomendaron los vecinos de
Bellver la resolución de este difícil problema,
después de implorar la misericordia divina por medio
de su santo patrono, que, como ustedes no ignoraran,
conoce al diablo muy de cerca y en más de una ocasión
le ha atado bien corto, les aconsejo que se
emboscasen durante la noche al pie del pedregoso
camino que sube serpenteando por la roca en cuya cima
se encontraba el castillo, encargándoles al mismo
tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras armas
para aprehenderlo que de una maravillosa oración que
les hizo aprender de memoria y con lo cual aseguraban
las crónicas que San Bartolomé había hecho al
diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedió
a cuantas esperanzas se habían concebido, pues aun
no iluminaba el sol del otro día la alta torre de
Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en
la plaza mayor, se contaban unos a otros, con aire de
misterio, como aquella noche, fuertemente atado de
pies y manos, y a los lomos de una poderosa mula, había
entrado en la población le famoso capitán de los
bandidos del Segre.
De que artes se valieron los acometedores de esta
empresa para llevarla a termino, ni nadie se lo
acertaba a explicar ni ellos mismos podían decirlo;
pero el hecho era que, gracias a la oración del
santo o al valor de sus devotos, la cosa había
sucedido tal como se refería.
Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en
boca y de casa en casa, la multitud se lanzo a las
calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a
las puertas de la prisión. La campana de la
parroquia llamo a consejo, y los vecinos más
respetables se juntaron en capitulo, y todos
aguardaban ansiosos la hora en que el reo había de
comparecer anta sus improvisados jueces.
Estos, que se encontraban autorizados por los condes
de Urgel para administrarse por si mismos pronta y
severa justicia sobre aquellos malhechores,
deliberaron un momento, pasado el cual mandaron
compadecer al delincuente a fin de notificarle su
sentencia.
Como dejo dicho, así en la plaza mayor como en las
calles por donde el prisionero debía atravesar para
dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban,
la impaciente multitud hervía como un apiñado
enjambre de abejas. Especialmente en la puerta de la
cárcel, la conmoción popular tomaba de cada vez
mayores proporciones. Y ya los animados diálogos,
los sordos murmullos y los amenazadores gritos
comenzaban a poner en cuidado a sus guardas, cuando,
afortunadamente, llego la orden de sacar al reo.
Al parecer este bajo el macizo arco de la portada de
su prisión, completamente vestido de todas armas y
cubierto el rostro con la visera, un sordo y
prolongado murmullo de admiración y de sorpresa se
elevo de entre las compactas masas del pueblo, que se
abrían con dificultad para dejarle paso.
Todos habían reconocido en aquella armadura la del
señor del Segre; aquella armadura objeto de las más
sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida
de los arruinados muros de la fortaleza maldita.
Las armas eran aquellas, no cabía duda alguna. Todos
habían visto flotar el negro penacho de su cimera en
los combates que un tiempo trabaran contra su señor;
todos lo habían visto agitarse al soplo de la brisa
del crepúsculo, a par de la hiedra del calcinado
pilar en que quedaron colgadas a la muerte de su dueño.
Mas ¿quien podría ser el desconocido personaje que
entonces las llevaba? Pronto iba a saberse. Al menos,
así se creía. Los sucesos dirán cómo esta
esperanza queda frustrada a la manera de otras muchas
y por qué de este solemne acto de justicia, del que
debía aguardarse el completo esclarecimiento de la
verdad, resultaron nuevas y más inexplicables
confusiones.
El misterioso bandido penetro al fin en la sala del
Concejo, y un silencio profundo sucedió a los
rumores que se elevaran de entre los circunstantes al
oír resonar bajo las latas bóvedas de aquel recinto
el metálico son de sus acicates de oro. Uno de los
que componían el tribunal, con voz lenta e insegura,
le pregunto su nombre, y todos prestaron el oído con
ansiedad para no perder una sola palabra de su
respuesta; pero el guerrero se limito a encoger sus
hombros ligeramente, con un aire de desprecio e
insulto que no pudo menos de irritar a sus jueces,
los que se miraron entre si sorprendidos.
Tres veces volvió a repertirle la pregunta, que
otras tantas obtuvo semejante o parecida contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que
se descubra! -comenzaron a gritar los vecinos de la
villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! ¡Veremos
si se atreve entonces a insultarnos con su desdén
como ahora la hace protegido por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le
dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llego a su colmo, hasta el punto que
uno de sus guardas, lanzándose sobre el reo, cuya
pertinacia en callar bastaría a apurar la apariencia
de un santo, le abrió violentamente la visera. Un
grito de general sorpresa se escapo del auditorio,
que permaneció por un instante herido de un
inconcebible estupor.
La cosa no era para menos. El casco, cuya férrea
visera se veía en parte levantada hasta la frente,
en parte caída sobre la brillante gola de acero,
estaba vacío..., completamente vacío.
Cuando pasaba ya el primer momento de terror,
quisieron tocarle, la armadura se estremeció
ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayo al
suelo con un ruido sordo y extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la vista del
nuevo prodigio, abandonaron tumultuosamente la
habitación y salieron despavoridos a la plaza.
La nueva se divulgo con la rapidez del pensamiento
entre la multitud que aguardaba impaciente el
resultado del juicio, y fue tal la alarma, la
revuelta y la vocería, que ya a nadie cupo duda
sobre lo que de publica voz se aseguraba; esto es,
que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había
heredado os feudos de Bellver.
Al fin se apaciguo el tumulto y decidióse volver a
un calabozo la maravillosa armadura.
Ya en el, despacháronse cuatro emisarios que, en
representación de la atribulada villa, hiciesen
presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo,
los que no tardaron muchos días en tornar con la
resolución de estos personajes, resolución que como
suele decirse, era breve y compendiosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza
mayor de la villa, que si el diablo la ocupa, fuerza
le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan
ingeniosa solución, volvieron a reunirse e n consejo,
mandaron levantar una horca en la plaza y cuando ya
la multitud ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la
cárcel por las armas, en corporación y con toda la
solemnidad que la importancia del caso requería.
Cuando la respetable comitiva llego al macizo arco
que daba entrada al edificio, un hombre pálido u
descompuesto se arrojo al suelo en presencia de los
aturdido circunstantes, exclamando con las lagrimas
en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-. ¿Para
el diablo que habita dentro de la armadura del señor
del Segre?
-Para mi -prosiguió con voz trémula el infeliz, en
quien todos reconocieron al alcaide de las prisiones-,
para mi... Porque las armas... han desaparecido.
Al oír estas palabras el asombro se pinto en el
rostro de cuantos se encontraban en el pórtico, que,
mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición
en que se encontraban dios sabe cuando si la
siguiente relación del guardián no las hubiera
hecho agruparse en su alrededor para escuchar con
avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-,
perdonadme y yo no os ocultare nada; si quiera sea en
contra mía.
Todos guardaban silencio, y el prosiguió así:
-Yo no acertare nunca a dar la razón; pero es le
caso que la historia de las armas vacías me pareció
siempre una fábula tejida en favor de algún noble
personaje a quien tal vez altas razones de
conveniencia publica no permitían descubrir ni
castigar. En esta creencia estuve siempre, creencia
en que no podía menos de confirmarme la inmovilidad
en que se encontraban desde que por segunda vez
tornaron a la cárcel traídas del Concejo. En vano
una noche y otra, deseando sorprender su misterio, si
misterios en ellas había, me levantaba poco a poco y
aplicaba e oído a los intersticios de la ferrada
puerta de su calabozo: ni un rumor se percibía. En
vano procure observarlas a través de un pequeño
agujero producido en el muro. Arrojadas sobre un poco
de paja, y en uno de los mas oscuros rincones,
permanecían un día y otro descompuestas e inmóviles.
Una noche, por ultimo, aguijoneado por la curiosidad
y deseando convencerme por mi mismo de que aquel
objeto de terror nada tenia de misterioso, encendí
un linterna, baje a las prisiones, levante sus dobles
aldabas y, no cuidando siquiera (tanta era mi fe en
que todo no pasaba de un cuento) de cerrar las
puertas tras mi, penetre en el calabozo. Nunca lo
hubiera hecho. Apenas anduve unos pasos, las luz de
mi linterna se apago por si sola y mis dientes
comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse.
Turbando el profundo silencio que me rodeaba, había
oído como un ruido de hierros que se removían y
chocaban al unirse entre las sombras. Mi primer
movimiento fue arrojarme al as puertas para cerrar el
paso; pero al asir sus hojas sentí sobre mis hombros
una mano formidable cubierta con un guantelete, que,
después de sacudirme con violencia, me derribo sobre
el dintel. Allí permanecí hasta la mañana
siguiente, que me encontraron mis servidores falto de
sentido y recordando solo que después de mi caída
había creído percibir confusamente como una pisadas
sonoras, la compás de las cuales resonaba un rumor
de espuelas, que poco a poco se fue alejando hasta
perderse.
Cuando concluyo el alcaide reino un silencio profundo
al que se siguió luego un infernal concierto de
lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costó a los más pacíficos el contener al
pueblo que, con la novedad, pedía a grandes voces la
muerte del curioso autor de su nueva desgracia.
Al cabo logróse apaciguar el tumulto y comenzaron a
disponerse a una nueva persecución. Esta obtuvo
también un resultado satisfactorio.
Al cabo de lagunas días, la armadura volvió a
encontrarse en poder de sus perseguidores. Conocida
la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé,
la cosa no era ya muy difícil.
Pero aun quedaba algo por hacer, pues en vano, a fin
de sujetarla, la colgaron de una horca; en vano
emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto
de quitarle toda ocasión de escarparse por esos
mundos. En cuanto a las desunidas armas veían dos
dedos de luz se encajaban y, pian pianito, volvían a
tomar el trote y a emprender de nuevo sus excursiones
por montes y llanos, que era una bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se
repartieron entre si las piezas de la armadura, que
acaso por centésima vez se encontraba en sus manos,
y rogaron al piadoso eremita que un día los ilumino
con sus consejos decidiera lo que debí hacerse con
ella.
El santo barón ordeno al pueblo una penitencia
general. Se encerró por tres días en el fondo de la
caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos
dispuso que se fundieses las diabólicas armas, y con
ellas y algunas sillares del castillo del Segre se
levantase una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que
nuevos y aterradores prodigios llenasen de pavor al
ánimo de los consternados habitantes de Bellver.
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas
comenzaban a enrojecerse, largos y profundos gemidos
parecían escarparse de la ancha hoguera, de entre
cuyos troncos saltaban como si estuvieran vivas y
sintiesen al acción del fuego. Una tromba de chispas
rojas, verdes y azules danzaban en la cúspide de sus
encendidas lenguas y se retorcía crujiendo como si
una legión de diablos cabalgando sobre ellas,
pugnasen por libertad a sus señor de aquel tormento.
Extraña, horrible fue la operación en tanto que la
candente armadura perdía su forma para tomar la de
una cruz. Los martillos caían resonando con un
espantoso estruendo sobre el yunque, al que veinte
trabajadores vigorosos sujetaban las barras del
hirviente metal, que palpitaba y gemía al sentir los
golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra
redención, ya comenzaba a formarse la cabecera,
cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de
nuevo como una convulsión espantosa y, rodeándose
al cuerpo de los desgraciados que pugnaban por
desasirse de sus abrazos de muerte, se enroscaba en
anillos como una culebra o se contraía en zigzag
como un relámpago.
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua
bendita consiguieron, por último, vencer al espíritu
infernal y la armadura se convirtió en una cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se
encuentra sujeto el diablo, que le presta su nombre.
Ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de mayo
ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al
pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas
las severas amonestaciones del clero para que los
muchachos no la apedreen.
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le
dirigen en su presencia. En el invierno, los lobos se
reúnen en manadas junto al enebro que la protege
para lanzarse sobre las reses; los bandidos esperan a
su sombra a los caminantes, que entierran a su pie
después que los asesinan, y cuando la tempestad se
desata, los rayos tuercen su camino para liarse,
silbando, al asta de esa cruz y romper los sillares
de su pedestal.