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Nacido
en Madrid en 1891, estudió Derecho y Filosofía y Letras.
Fue lector
en la Universidad de París
entre 1914 y 1917, año en que se doctoró en
Letras. Fue catedrático de
Lengua y Literatura española en las universidades
de Sevilla y Murcia. Después de
viajar por toda Europa y el norte
de Africa, trabajó como lector
de español en la Universidad de Cambridge.
En 1936, con el estallido de la
Guerra Civil, se marchó a Estados Unidos,
donde murió en 1951.
La obra poética de Pedro
Salinas consta de nueve libros escritos en
tres etapas: Presagios,
Seguro Azar y Fábula y
Signo (de 1923 a 1933);
La voz a ti debida,
Razón de amor y Largo
Lamento (entre 1933 y 1938),
y El Contemplado,
Todo más claro y Confianza
(en el decenio de 1940).
A esa, a la
que yo quiero,
no es a la que se da rindiéndose,
a la que se entrega cayendo,
de fatiga, de peso muerto,
como el agua por ley de lluvia,
hacia abajo, presa segura
de la tumba vaga del suelo.
A esa, a la que yo quiero,
es a la que se entrega venciendo,
venciéndose,
desde su libertad saltando
por el ímpetu de la gana,
de la gana de amor, surtida,
surtidor, o garza volante,
o disparada -la saeta-
sobre su pena victoriosa,
hacia arriba, ganando el cielo.
Perdóname por
ir así buscándote,
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo yo en alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú
en su busca vendrías, a lo alto.
Pera llegar a él
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus
pies,
en tensión todo el cuerpo, ya
ascendiendo
de ti a ti misma.
Y que mi amor entonces le
conteste
la nueva criatura que tú eres.
Cuando tú me
elegiste
-el amor eligió-
salí del gran anónimo
de todos, de la nada.
Hasta entonces
nunca era yo más alto
que las sierras del mundo.
Nunca bajé más hondo
de las profundidades
máximas señaladas
en las cartas marinas.
Y mi alegría estaba
triste, como lo están
esos relojes chicos,
sin brazo en que ceñirse
y sin cuerda, parados.
Pero al decirme: "tú"
-a mí, sí, a mí, entre todos-,
más alto ya que estrellas
o corales estuve.
Y mi gozo
se echó a rodar, prendido
a tu ser, en tu pulso.
Posesión tú me dabas
de mí, al dárteme tú.
Viví, vivo. ¿Hasta cuándo?
Sé que te volverás
atrás. Cuando te vayas
retornaré a ese sordo
mundo, sin diferencias,
del gramo, de la gota,
en el agua, en el peso.
Uno más seré yo
al tenerte de menos.
Y perderé mi nombre,
mi edad, mis señas, todo
perdido en mí, de mí.
Vuelto al osario inmenso
de los que no se han muerto
y ya no tienen nada
que morirse en la vida.
Qué alegría,
vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre,
oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí,
muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los
labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los
nombres,
la verdad trasvisible es que
camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces,
hablo.
Que hay otro ser por el que miro
el mundo
porque me está queriendo con
sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo
cosas
no sospechadas por mi gran
silencio;
y es que también me quiere con
su voz.
La vida ¡qué transporte ya!-,
ignorancia
de lo que son mis actos, que
ella hace,
en que ella vive, doble, suya y
mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un
paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella
miraba,
y nieve que nevaba allá en su
cielo.
Con la extraña delicia de
acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no
alcanzo
a coger con las mías, tan
distantes.
Y todo enajenado podrá el
cuerpo
descansar, quieto, muerto ya.
Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que
me vive
otro ser por detrás de la no
muerte.
Para vivir no
quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya
los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
"Yo te quiero, soy yo."
Y súbita, de
pronto,
porque sí, la alegría.
Sola, porque ella quiso,
vino. Tan vertical,
tan gracia inesperada,
tan dádiva caída,
que no puedo creer
que sea para mí.
Miro a mi alrededor,
busco. ¿De quién sería?
¿Será de aquella isla
escapada del mapa,
que pasó por mi lado
vestida de muchacha,
con espumas al cuello,
traje verde y un gran
salpicar de aventuras?
¿No se le habrá caído
a un tres, a un nueve, a un
cinco
de este agosto que empieza?
¿O es la que vi temblar
detrás de la esperanza,
al fondo de una voz
que me decía: "No"?
Pero no importa, ya.
Conmigo está, me arrastra.
Me arranca del dudar.
Se sonríe, posible;
toma forma de besos,
de brazos, hacia mí;
pone cara de mía.
Me iré, me iré con ella
a amarnos, a vivir
temblando de futuro,
a sentirla de prisa,
segundos, siglos, siempres,
nadas. Y la querré
tanto, que cuando llegue
alguien
-y no se le verá,
no se le han de sentir
los pasos- a pedírmela
(es su dueño, era suya),
ella, cuando la lleven,
dócil, a su destino,
volverá la cabeza
mirándome. Y veré
que ahora sí es mía, ya.
¡Si me
llamaras, sí,
si me llamaras!
Lo dejaría
todo,
todo lo tiraría:
los precios, los catálogos,
el azul del océano en los mapas,
los días y sus noches,
los telegramas viejos
y un amor.
Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!
Y aún espero
tu voz:
telescopios abajo,
desde la estrella,
por espejos, por túneles,
por los años bisiestos
puede venir. No sé por dónde.
Desde el prodigio, siempre.
Porque si tú me llamas
-¡si me llamaras, sí, si me
llamaras!-
será desde un milagro,
incognito, sin verlo.
Nunca desde los labios que te
beso,
nunca
desde la voz que dice: "No
te vayas."
¡Cuánto rato
te he mirado
sin mirarte a ti, en la imagen
exacta e inaccesible
que te traiciona el espejo!
"Bésame", dices. Te
beso,
y mientras te beso pienso
en los fríos que serán
tus labios en el espejo.
"Toda el alma para ti",
murmuras, pero en el pecho
siento un vacío que sólo
me lo llenará ese alma
que no me das.
El alma que se recata
con disfraz de claridades
en tu forma del espejo.
Cuando te digo:
"alta"
no pienso en proporciones, en
medidas:
incomparablemente te lo digo.
Alta la luz, el aire, el ave;
alta, tú, de otro modo.
En el nombre
de "hermosa"
me descubro, al decírtelo,
una palabra extraña entre los
labios.
Resplandeciente visión nueva
que estalla, explosión súbita,
haciendo mil pedazos,
de cristal, humo, mármol,
la palabra "hermosura"
de los hombres.
Al decirte a
ti: "única",
no es porque no haya otras
rosas junto a las rosas,
olivas muchas en el árbol, no.
Es porque te vi sólo
al verte a ti. Porque te veo
ahora
mientras no te me quites del
amor.
Porque no te veré ya nunca más
el día que te vayas,
tú.
No te detengas
nunca
cuando quieras buscarme.
Si ves muros de agua,
anchos fosos de aire,
setos de piedra o tiempo,
guardia de voces, pasa.
Te espero con un ser
que no espera a los otros:
en donde yo te espero
sólo tú cabes. Nadie
puede encontrarse
allí conmigo sino
el cuerpo que te lleva,
como un milagro, en vilo.
Intacto, inajenable,
un gran espacio blanco,
azul, en mí, no acepta
más que los vuelos tuyos,
los pasos de tus pies;
no se verán en él
otras huellas jamás.
Si alguna vez me miras
como preso encerrado,
detrás de puertas,
entre cosas ajenas,
piensa en las torres altas,
en las trémulas cimas
del árbol, arraigado.
Las almas de las piedras
que abajo están sirviendo
aguardan en la punta
última de la torre.
Y ellos, pájaros, nubes,
no se engañan: dejando
que por abajo pisen
los hombres y los días,
se van arriba,
a la cima del árbol,
al tope de la torre,
seguros de que allí,
en las fronteras últimas
de su ser terrenal
es donde se consuman
los amores alegres,
las solitarias citas
de la carne y las alas.
La forma de
querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.
Ayer te besé
en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto
que duró más que un relámpago,
que un milagro, más.
El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada
ya, para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.
Hoy estoy
besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no
-¿adónde se me ha escapado?-
Los pongo
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.
Cuando cierras
los ojos
tus párpados son aire.
Me arrebatan:
me voy contigo, adentro.
No se ve nada,
no
se oye nada. Me sobran
los ojos y los labios,
es este mundo tuyo.
Para sentirte a ti
no sirven
los sentidos de siempre,
usados con los otros.
Hay que esperar los nuevos.
Se anda a tu lado
sordamente, en lo oscuro,
tropezando en acasos,
en vísperas; hundiéndose
hacia arriba
con un gran peso de alas.
Cuando vuelves
a abrir
los ojos yo me vuelvo
afuera, ciego ya,
tropezando también,
sin ver, tampoco, aquí.
Sin saber más vivir
ni en el otro, en el tuyo,
ni en este
mundo descolorido
en donde yo vivía.
Inútil, desvalido
entre los dos.
Yendo, viniendo
de uno a otro
cuando tú quieres,
cuando abres, cuando cierras
los párpados, los ojos.
El sueño es
una larga
despedida de ti.
¡Qué gran vida contigo,
en pie, alerta en el sueño!
¡Dormir el mundo, el sol,
las hormigas, las horas,
todo, todo dormido,
en el sueño que duermo!
Menos tú, tú la única,
viva, sobrevivida,
en el sueño que sueño.
Pero sí,
despedida:
voy a dejarte. Cerca,
la mañana prepara
toda su precisión
de rayos y de risas.
¡Afuera, afuera, ya,
lo soñado, flotante,
marchando sobre el mundo,
sin poderlo pisar
porque no tiene sitio,
desesperadamente!
Te abrazo por
vez última:
eso es abrir los ojos.
Ya está. Las verticales
entran a trabajar,
sin un desmayo, en reglas.
Los colores ejercen
sus oficios de azul,
de rosa, verde, todos
a la hora en punto. El mundo
va a funcionar hoy bien:
me ha matado ya el sueño.
Te siento huir, ligera,
de la aurora, exactísima,
hacia arriba, buscando
la que no se ve estrella,
el desorden celeste,
que es sólo donde cabes.
Luego, cuando despierto,
no te conozco, casi,
cuando, a mi lado, tiendes
los brazos hacia mí
diciendo: "¿Qué soñaste?"
Y te contestaría:
"No sé, se me ha olvidado",
si no estuviera ya
tu cuerpo limpio, exacto,
ofreciéndome en labios
el gran error del día.
Tu vives
siempre en tus actos.
Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías: es tu música.
La vida es lo que tu tocas.
De tus ojos, sólo de ellos,
sale la luz que te guía
los pasos. Andas
por lo que ves. Nada más.
Y si una duda te hace
señas a diez mil kilómetros,
lo dejas todo, te arrojas
sobre proas, sobre alas,
estás ya allí; con los besos,
con los dientes la desgarras:
Ya no es duda.
Tú nunca puedes dudar.
Porque has vuelto los misterios
del revés. Y tus enigmas,
lo que nunca entenderás,
son esas cosas tan claras:
la arena donde te tiendes,
la marcha de tu reloj
y el tierno cuerpo rosado
que te encuentras en tu espejo
cada día al despertar,
y es el tuyo. Los prodigios
que están descifrados ya.
Y nunca te equivocaste,
más que una vez, una noche
que te encapricho una sombra
-la única que te ha gustado-.
Una sombra parecía.
Y la quisiste abrazar.
Y era yo.
Posesión de
tu nombre,
sola que tú permites,
felicidad, alma sin cuerpo.
Dentro de mí te llevo
porque digo tu nombre,
felicidad, dentro del pecho.
«Ven»: y tú llegas quedo;
«vete»: y rápida huyes.
Tu presencia y tu ausencia
sombra son una de otra,
sombras me dan y quitan.
(¡Y mis brazos abiertos!)
Pero tu cuerpo nunca,
pero tus labios nunca,
felicidad, alma sin cuerpo,
sombra pura.
El alma tenías
tan clara y abierta,
que yo nunca pude
entrarme en tu alma.
Busqué los atajos
angostos, los pasos
altos y difíciles...
A tu alma se iba
por caminos anchos.
Preparé alta escala
soñaba altos muros
guardándote el alma-
pero el alma tuya
estaba sin guarda
de tapial ni cerca.
Te busqué la puerta
estrecha del alma,
pero no tenía,
de franca que era,
entradas tu alma.
¿En dónde empezaba?
¿Acababa, en dónde?
Me quedé por siempre
sentado en las vagas
lindes de tu alma.
Sin voz,
desnuda.
Sin armas. Ni las dulces
sonrisas, ni las llamas
rápidas de la ira.
Sin armas. Ni las dulces
sonrisas, ni las llamas
rápidas de la ira.
Sin armas. Ni las aguas
de la bondad sin fondo,
ni la perfidia, corvo pico.
Nada. Sin armas. Sola.
Ceñida en tu silencio.
«Sí» y «no», «mañana» y
«cuando»
quiebran agudas puntas
de inútiles saetas
en tu silencio liso
sin derrota ni gloria.
¡Cuidado! que te mata
fría, invencible, eterna-
eso, lo que te guarda,
eso, lo que te salva,
el filo del silencio que tú
aguzas.
Navacerrada,
abril
Los dos solos. ¡Qué bien
aquí, en el puerto, altos!
Vencido verde, triunfo
de los dos, al venir
queda un paisaje atrás:
otro enfrente, esperándonos.
Parar aquí un minuto.
- Sus tres banderas blancas
soledad, nieve, altura-
agita la mañana.
Se rinde, se me rinde.
Ya su silencio es mío:
posesión de un minuto.
Y de pronto mi mano
que te oprime, y tú, yo,
aventura de arranque
eléctrico- rompemos
el cristal de las doce,
a correr por un mundo
de asfalto y selva virgen.
Alma mía en la tuya
mecánica; mi fuerza,
bien medida, la tuya,
justa: doce caballos.
TRÁNSITO
Qué princesa
final -la última hoja
de otoño-
¡pasa por en medio, lenta,
de la ancha calle sola!
Rubia, desheredada, morganática
esposa del gorrión. Presentan
armas,
inútiles aceros, ramas secas,
dobles filas de árboles, la
guardia.
¡Adiós!
Las encendidas iluminaciones
urbanas a su muerte paraísos
eléctricos ofrecen, blancos
campos
Elíseos. ¡Arriba!
El viento, su destino, ya la
sube,
alma, al cielo.
Adiós! Invierno, ¡qué anarquía!,
Invierno.
Las dinastías verdes
cumpliendo trasatlánticos
destierros,
esperan Abril, clarín,
restauración segura.
FAR WEST
¡Qué viento a ocho mil kilómetros!
¿No ves cómo vuela todo?
¿No ves los cabellos sueltos
de Mabel, la caballista
que entorna los ojos limpios
ella, viento, contra el viento?
¿No ves
la cortina estremecida,
ese papel revolado
y la soledad frustrada
entre ella y tú por el viento?
Sí, lo veo.
Y nada más que lo veo.
Ese viento
está al otro lado, está
en una tarde distante
de tierras que no pisé.
Agitando está unos ramos
sin dónde,
esta besando unos labios
sin quién.
No es ya viento, es el retrato
de un viento que se murió
sin que yo le conociera,
y está enterrado en el ancho
cementerio de los aires
viejos, de los aires muertos.
Sí le veo, sin sentirle.
Está allí, en el mundo suyo,
viento de cine, ese viento.
VALLE
En el paisaje tierno
aquí, quedarse,
el puente de hierro.
Cielo azul, verde tierra;
el puente ¡qué negro!
Sobre colinas muelles
voluntad en desmayo,
amor en vacaciones,
toda la vida en curvas.
Pero él marchar, seguir,
él, solo, puente, recto.
LA DISTRAIDA
No estás ya aquí. Lo que veo
de ti, cuerpo, es sombra, engaño.
El alma tuya se fue
donde tú te irás mañana.
Aún esta tarde me ofrece
falsos rehenes, sonrisas
vagas, ademanes lentos,
un amor ya distraído.
Pero tu intención de ir
te llevó donde querías
lejos de aquí, donde estás
diciéndome:
aquí estoy contigo, «mira».
Y me señalas la ausencia.
¡Qué vacación
de espejo por la calle!
Tendido boca arriba, cara al
cielo,
todo de azogue estremecido y
quieto,
bien atado le llevan.
Roncas bocinas vanamente
urgentes
apresurar querrían
su lenta marcha de garzón
cautivo.
¡Pero qué libre aquella tarde,
fuera,
prisionero, escapado! Nadie
vino a mirarse en él. Él sí
que mira
hoy, por vez primera esos ojos.
Cimeras ramas, cielos, nubes,
vuelos
de extraviadas nubes, lo que
nunca
entró en su vida, ve.
Si descansan sus guardas a los
lados
acero, prisa, ruido,
corren. Él, inmóvil
en el asfalto, liso estanque
momentáneo, hondísimo
abre. Y le surcan
de alas, de plumas, peces-
crepusculares golondrinas secas.
AMSTERDAM
Esta noche te cruzan
verdes, rojas, azules, rapidísimas
luces extrañas por los ojos.
¿Será tu alma?
¿Son luces de tu alma, si te
miro?
Letras son, nombres claros
al revés, en tus ojos.
Son nombres: Universum,
se iluminan, se apagan, con
latidos
de luz de corazón. Universum.
Miro; ya sé; ya leo:
Universum cinema, ocho cilindros,
saldo de blanco junto a las
estrellas.
Te quiero así inocente, toda
ajena,
palpitante
en lo que está fuera de ti, tus
ojos
proclamando las vívidas
verdades de colores de la noche.
Las compraremos todas
cuando se abran las tiendas,
ahora mismo
Universum cinema-, cuando bese
las luces de tu alma, sí, las
luces,
anuncios luminosos de la vida
en la noche, en tus ojos.
AQUÍ
Me quedaría en todo
lo que estoy, donde estoy.
Quieto en el agua quieta;
de plomo, hundido, sordo
en el amor sin sol.
¡Qué ansia de repetirse en
esto que está siendo!
Qué afán de que mañana
nada más que llenar
otra vez al tenderte
ese hueco que deja
hoy exacto en la arena
¡tu cuerpo!
Ni futuro, ni nuevo
el horizonte. Esto
apretado y estrecho:
tela, carne y el mar.
Nada promete el mundo:
lo da, lo tengo ya.
Nunca me iré de ti
por el viento, en las velas,
por el alma cantando,
ni por los trenes, no.
Si me marcho será
que estoy
viviendo contra mí.
¿Por qué
tienes nombre tú,
día, miércoles?
¿Por qué tienes nombre tú,
tiempo, otoño?
Alegría, pena, siempre
¿por qué tenéis nombre: amor?
Si tú no tuvieras nombre,
yo no sabría qué era
ni cómo, ni cuándo. Nada.
¿Sabe el mar cómo se llama,
que es el mar? ¿Saben los
vientos
sus apellidos, del Sur
y del Norte, por encima
del puro soplo que son?
Si tú no tuvieras nombre,
todo sería primero,
inicial, todo inventado
por mí,
intacto hasta el beso mío.
Gozo, amor: delicia lenta
de gozar, de amar, sin nombre.
Nombre: ¡qué puñal clavado
en medio de un pecho cándido
que sería nuestro siempre
si no fuese por su nombre!
Todo dice que
sí.
Sí del cielo, lo azul,
y sí, lo azul del mar,
mares, cielos, azules
con espumas y brisas,
júbilos monosílabos
repiten sin parar.
Un sí contesta sí
a otro sí. Grandes diálogos
repetidos se oyen
por encima del mar
de mundo a mundo: sí.
Se leen por el aire
largos síes, relámpagos
de plumas de cigüeña,
tan de nieve que caen,
copo a copo, cubriendo
la tierra de un enorme,
blanco sí. Es el gran día.
Podemos acercarnos
hoy a lo que no habla:
a la peña, al amor,
al hueso tras la frente:
son esclavos del sí.
Es la sola palabra
que hoy les concede el mundo.
Alma, pronto, a pedir,
a aprovechar la máxima
locura momentánea,
a pedir esas cosas
imposibles, pedidas,
calladas, tantas veces,
tanto tiempo, y que hoy
pediremos a gritos.
Seguros por un día
hoy, nada más que hoy-
de que los «no» eran falsos,
apariencias, retrasos,
cortezas inocentes.
Y que estaba detrás,
despacio, madurándose,
al compás de esta ansia
que lo pedía en vano,
la gran delicia: el sí.
Amor, amor,
catástrofe.
¡Qué hundimiento del mundo!
Un gran horror a techos
quiebra columnas, tiempos;
los reemplaza por cielos
intemporales. Andas, ando
por entre escombros
de estíos y de inviernos
derrumbados. Se extinguen
las normas y los pesos.
Toda hacia atrás la vida
se va quitando siglos,
frenética, de encima
desteje, galopando,
su curso, lento antes;
se desvive de ansia
de borrarse la historia,
de no ser más que el puro
anhelo de empezarse
otra vez. El futuro
se llama ayer. Ayer
oculto, secretísimo
que se nos olvidó
y hay que reconquistar
con la sangre y el alma,
detrás de aquellos otros
ayeres conocidos.
¡Atrás y siempre atrás!
¡Retrocesos, en vértigo
por dentro, hacia el mañana!
¡Qué caiga todo! Ya
lo siento apenas. Vamos
a fuerza de besar,
inventando las ruinas
del mundo, de la mano
tú y yo
por entre el gran fracaso
de la flor y del orden.
Y ya siento entre tactos,
entre abrazos, tu piel
que me entrega el retorno
al palpitar primero,
sin luz, antes del mundo,
total, sin forma, caos.
Lo que eres
me distrae de lo que dices.
Lanzas palabras veloces
empavesadas de risas,
invitándome
a ir adonde ellas me lleven.
No te atiendo, no las sigo:
estoy mirando
los labios donde nacieron.
Miras de pronto a los lejos.
Clavas la mirada allí
no sé en qué, y se te dispara
a buscarlo ya tu alma
afilada, de saeta.
Yo no miro adonde miras:
yo te estoy viendo mirar.
Y cuando deseas algo
no pienso en lo que tú quieres,
ni lo envidio: es lo de menos.
Lo quieres hoy, lo deseas;
mañana lo olvidarás
por una querencia nueva.
No. Te espero más allá
de los fines y los términos.
En lo que no ha de pasar
me quedo, en el puro acto
de tu deseo queriéndote.
Y no quiero ya otra cosa
más que verte a ti querer.
Los cielos son
iguales.
Azules, grises, negros,
se repiten encima
del naranjo o la piedra:
nos acerca mirarlos.
Las estrellas suprimen,
de lejanas que son,
las distancias del mundo.
Si queremos juntarnos,
nunca mires delante:
todo lleno de abismos,
de fechas y de leguas.
Déjate bien flotar
sobre el mar o la hierba,
inmóvil, cara al cielo.
Te sentirás hundir
despacio, hacia lo alto,
en la vida del aire.
Y nos encontraremos
sobre las diferencias
invencibles, arenas,
rocas, años, ya solos,
nadadores celestes,
náufragos de los cielos.
Entre tu
verdad más honda
me pones siempre tus besos.
La presiento, cerca ya,
la deseo, no la alcanzo;
cuando estoy más cerca de ella
me cierras el paso tú,
te me ofreces en los labios.
Y ya no voy más allá.
Triunfas. Olvido, besando,
tu secreto encastillado.
Y me truecas el afán
de seguir más hacia ti,
en deseo
de que no me dejes ir
y me beses.
Ten cuidado.
Te vas a vender, así.
Porque un día el beso tuyo,
de tan lejos, de tan hondo
te va a nacer
que lo que estás escondiendo
detrás de él
te salte todo a los labios.
Y lo que tú me negabas
alma delgada y esquiva-
se me entregue, me lo des
sin querer
donde querías negármelo.
No quiero que
te vayas
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.
«Mañana».
La palabra
iba suelta, vacante,
ingrávida, en el aire,
tan sin alma y sin cuerpo,
tan sin color ni beso,
que la dejé pasar
por mi lado, en mi hoy.
Pero de pronto tú
dijiste: «Yo, mañana...»
Y todo se pobló
de carne y de banderas.
Se me precipitaban
encima las promesas
de seiscientos colores,
con vestidos de moda,
desnudas, pero todas
cargadas de caricias.
En trenes o en gacelas
me llegaban -agudas,
sones de violines-
esperanzas delgadas
de bocas virginales.
O veloces y grandes
como buques, de lejos,
como ballenas
desde mares distantes,
inmensas esperanzas
de un amor sin final.
¡Mañana! Qué palabra
toda vibrante, tensa
de alma y carne rosada,
cuerda del arco donde
tú pusiste, agudísima,
arma de veinte años,
la flecha más segura
cuando dijiste: «Yo...»
Estabas, pero
no se te veía
aquí en la luz terrestre, en
nuestra luz
de todos.
Tu realidad vivía entre
nosotros
indiscernible y cierta
como la flor, el monte, el mar,
cuando a la noche
son un puro sentir, casi
invisible.
El mediodía terrenal
esa luz suficiente
para leer los destinos y los números
nunca pudo explicarte.
Tan sólo desde ti venir podía
tu aclaración total. Te iban
buscando
por tardes grises, por mañanas
claras,
por luz de luna o sol, sin
encontrar.
que a ti sólo se llega por tu
luz.
Y así cuando te ardiste en otra
vida,
en ese llamear tu luz nació,
la cegadora luz que te rodea
cuando mis ojos son los que te
miran
esa que tú me diste para verte
para saber quién éramos tú y
yo:
la luz de dos.
De dos, porque mis ojos son los
únicos
que saben ver con ella,
porque
con ella sólo pueden verte a ti.
Ni recuerdos nos unen, ni
promesas.
No. Lo que nos enlaza
es que solo entre dos, únicos
dos,
tú para ser mirada, yo mirándote,
vivir puede esa luz. Y si te vas
te esperan, procelosas las
auroras
las lumbres cenitales, los crepúsculos,
todo ese oscuro mundo que se
llama
no volvernos a ver:
no volvernos a ver nunca en tu
luz.
¿Fue como
beso o llanto?
¿Nos hallamos
con las manos, buscándonos
a tientas, con los gritos,
clamando, con las bocas
que el vacío besaban?
¿Fue un choque de materia
y materia, combate
de pecho contra pecho,
que a fuerza de contactos
se convirtió en victoria
gozosa de los dos,
en prodigioso pacto
de tu ser con mi ser
enteros?
¿O tan sencillo fue,
tan sin esfuerzo, como
una luz que se encuentra
con otra luz, y queda
iluminado el mundo,
sin que nada se toque?
Ninguno lo sabemos.
Ni el dónde. Aquí en las manos,
como las cicatrices,
allí, dentro del alma,
como un alma del alma,
pervive el prodigioso
saber que nos hallamos,
y que su dónde está
para siempre cerrado.
Ha sido tan hermoso
que no sufre memoria,
como sufren las fechas
los nombres o las líneas.
Nada en ese milagro
podría ser recuerdo:
porque el recuerdo es
la pena de sí mismo,
el dolor del tamaño
del tiempo, y todo fue
eternidad: relámpago.
Si quieres recordarlo
no sirve el recordar.
Sólo vale vivir
de cara hacia ese dónde,
queriéndolo, buscándolo.
Aquí
en esta orilla blanca
del lecho donde duermes
estoy al borde mismo
de tu sueño. Si diera
un paso más, caería
en sus ondas, rompiéndolo
como un cristal. Me sube
el calor de tu sueño
hasta el rostro. Tu hálito
te mide la andadura
del soñar: va despacio.
Un soplo alterno, leve
me entrega ese tesoro
exactamente: el ritmo
de tu vivir soñando.
Miro. Veo la estofa
de que está hecho tu sueño.
La tienes sobre el cuerpo
como coraza ingrávida.
Te cerca de respeto.
A tu virgen te vuelves
toda entera, desnuda,
cuando te vas al sueño.
En la orilla se paran
las ansias y los besos:
esperan, ya sin prisa,
a que abriendo los ojos
renuncies a tu ser
invulnerable. Busco
tu sueño. Con mi alma
doblada sobre ti
las miradas recorren,
traslúcida, tu carne
y apartan dulcemente
las señas corporales,
por ver si hallan detrás
las formas de tu sueño.
No lo encuentran. Y entonces
pienso en tu sueño. Quiero
descifrarlo. Las cifras
no sirven, no es secreto.
Es sueño y no misterio.
Y de pronto, en el alto
silencio de la noche,
un soñar mío empieza
al borde de tu cuerpo;
en él el tuyo siento.
Tú dormida, yo en vela,
hacíamos lo mismo.
No había que buscar:
tu sueño era mi sueño.
Dame tu
libertad.
No quiero tu fatiga,
no, ni tus hojas secas,
tu sueño, ojos cerrados.
Ven a mí desde ti,
no desde tu cansancio
de ti. Quiero sentirla.
Tu libertad me trae,
igual que un viento universal,
un olor de maderas
remotas de tus muebles,
una bandada de visiones
que tú veías
cuando en el colmo de tu
libertad
cerrabas ya los ojos.
¡Qué hermosa tú libre y en
pie!
Si tú me das tu libertad me das
tus años
blancos, limpios y agudos como
dientes,
me das el tiempo en que tú la
gozabas.
Quiero sentirla como siente el
agua
del puerto, pensativa,
en las quillas inmóviles
el alta mar. La turbulencia
sacra.
Sentirla,
vuelo parado,
igual que en sosegado soto
siente la rama
donde el ave se posa,
el ardor de volar, la lucha
terca
contra las dimensiones en azul.
Descánsala hoy en mí: la gozaré
con un temblor de hoja en que se
paran
gotas del cielo al suelo.
La quiero
para soltarla, solamente.
No tengo cárcel para ti en mi
ser.
Tu libertad te guarda para mí.
La soltaré otra vez, y por el
cielo,
por el mar, por el tiempo,
veré cómo se marcha hacia su
sino.
Si su sino soy yo, te está
esperando.
Hoy son las
manos la memoria.
El alma no se acuerda, está
dolida
de tanto recordar. Pero en las
manos
queda el recuerdo de lo que han
tenido.
Recuerdo de una piedra
que hubo junto a un arroyo
y que cogimos distraídamente
sin darnos cuenta de nuestra
ventura.
Pero su peso áspero,
sentir nos hace que por fin
cogimos
el fruto más hermoso de los
tiempos.
A tiempo sabe
el peso de una piedra entre las
manos.
En una piedra está
la paciencia del mundo, madurada
despacio.
Incalculable suma
de días y de noches, sol y agua
la que costó esta forma torpe y
dura
que acariciar no sabe y acompaña
tan sólo con su peso,
oscuramente.
Se estuvo siempre quieta,
sin buscar, encerrada,
en una voluntad densa y
constante
de no volar como la mariposa,
de no ser bella, como el lirio,
para salvar de envidias su
pureza.
¡Cuántos esbeltos lirios, cuántas
gráciles
libélulas se han muerto, allí,
a su lado
por correr tanto hacia la
primavera!
Ella supo esperar sin pedir nada
más que la eternidad de su ser
puro.
Por renunciar al pétalo, y al
vuelo,
está viva y me enseña
que un amor debe estarse quizá
quieto, muy quieto,
soltar las falsas alas de la
prisa,
y derrotar así su propia muerte.
También recuerdan ellas, mis
manos,
haber tenido una cabeza amada
entre sus palmas.
Nada más misterioso en este
mundo.
Los dedos reconocen los cabellos
lentamente, uno a uno, como
hojas
de calendario: son recuerdos
de otros tantos, también
innumerables
días felices
dóciles al amor que los revive.
Pero al palpar la forma
inexorable
que detrás de la carne nos
resiste
las palmas ya se quedan ciegas.
No son caricias, no, lo que
repiten
pasando y repasando sobre el
hueso:
son preguntas sin fin, son
infinitas
angustias hechas tactos
ardorosos.
Y nada les contesta: una
sospecha
de que todo se escapa y se nos
huye
cuando entre nuestras manos lo
oprimimos
nos sube del calor de aquella
frente.
La cabeza se entrega. ¿Es la
entrega absoluta?
El peso en nuestras manos lo
insinúa,
los dedos se lo creen,
y quieren convencerse: palpan,
palpan.
Pero una voz oscura tras la
frente,
nuestra frente o la suya?-
nos dice que el misterio más
lejano,
porque está allí tan cerca, no
se toca
con la carne mortal con que
buscamos
allí, en la punta de los dedos,
la presencia invisible.
Teniendo una cabeza así cogida
nada se sabe, nada
sino que está el futuro
decidiendo
o nuestra vida o nuestra muerte
tras esas pobres manos engañadas
por la hermosura de lo que
sostienen.
Entre unas manos ciegas
que no pueden saber. Cuya fe única
está en ser buenas, en hacer
caricias
sin cansarse, por ver si así se
ganan
cuando ya la cabeza amada vuelva
a vivir otra vez sobre sus
hombros,
y parezca que nada les queda
entre las palmas,
el triunfo de no estar nunca vacías.
CONFIANZA
Mientras haya
alguna ventana abierta,
ojos que vuelven del sueño,
otra mañana que empieza.
Mar con olas trajineras
mientras haya-
trajinantes de alegrías,
llevándolas y trayéndolas.
Lino para la hilandera,
árboles que se aventuren,
mientras haya-
y viento para la vela.
Jazmín, clavel, azucena,
donde están, y donde no
en los nombres que los mientan.
Mientras haya
sombras que la sombra niegan,
pruebas de luz, de que es luz
todo el mundo, menos ellas.
Agua como se la quiera
mientras haya-
voluble por el arroyo,
fidelísima en la alberca.
Tanta fronda en la sauceda,
tanto pájaro en las ramas
mientras haya-
tanto canto en la oropéndola.
Un mediodía que acepta
serenamente su sino
que la tarde le revela.
Mientras haya
quien entienda la hoja seca,
falsa elegía, preludio
distante a la primavera.
Colores que a sus ausencias
mientras haya-
siguiendo a la luz se marchan
y siguiéndola regresan.
Diosas que pasan ligeras
pero se dejan un alma
mientras haya-
señaladas con sus huellas.
Memoria que le convenza
a esta tarde que se muere
de que nunca estará muerta.
Mientras haya
trasluces en la tiniebla,
claridades en secreto,
noches que lo son apenas.
Susurros de estrella a estrella
mientras haya-
Casiopea que pregunta
y Cisne que la contesta.
Tantas palabras que esperan,
invenciones, clareando
mientras haya-
amanecer de poema.
Mientras haya
lo que hubo ayer, lo que hay hoy,
lo que venga.
Imposible
llamarla.
Yo no dormía. Ella
creyó que yo dormía.
Y la deje hacer todo:
ir quitándome
poco a poco la luz
sobre los ojos.
Dominarse los pasos,
el respirar, cambiada
en querencia de sombra
que no estorbara nunca
con el bulto o el ruido.
Y marcharse despacio,
despacio, con el alma
para dejar detrás
de la puerta, al salir,
un ser que descansara.
Para no despertarme
a mí, que no dormía.
Y no pude llamarla,
sentir que me quería,
quererme, entonces, era
irse con los demás
hablar fuerte, reír,
pero lejos, segura
de que yo no la oiría.
Liberada ya, alegre,
cogiendo mariposas
de espuma, sombras verdes
de olivos, toda llena
del gozo de saberme
en los brazos aquellos
a quienes me entrego
-sin celos, para siempre,
de su ausencia- del sueño
mío , que no dormía.
Imposible llamarla
su gran obra de amor
era dejarme solo.
Suelo. Nada más.
Suelo. Nada menos.
Y que te baste con eso.
Porque en el suelo los pies
hincados,
en los pies torso derecho,
en el torso la testa firme,
y allá, al socaire de la frente,
la idea pura y en la idea pura
el mañana, la llave
- mañana - de lo eterno.
Suelo. Ni más ni menos.
Y que te baste con eso.
Agua en la
noche, serpiente indecisa,
silbo menor y rumbo ignorado;
¿qué día nieve, qué día mar?
Dime.
¿ Qué día nube, eco
de ti y cauce seco?
Dime.
-No lo diré: entre tus labios
me tienes,
beso te doy pero no claridades.
Que compasiones nocturnas te
basten
y lo demás a las sombras
déjaselo, porque yo he sido
hecha
para la sed de los labios que
nunca preguntan.
Mis ojos ven
en el árbol
el fruto redondo y fresco.
Mis manos se van certeras
a cogerlo. Pero tú,
pero tú, mano de ciego,
¿qué estás haciendo?
La mano da vueltas, vueltas
por el aire; si se posa
sobre cosa material,
huye tras palpo suave
sin llegar nunca a cogerla.
Siempre abierta. Es que no sabe
cerrarse, es que tiene
ambiciones más profundas
que las de los ojos, tiene
ambiciones de esa bola
imperfecta de este mundo,
buen fruto para una mano
de ciego, ambición de luz,
eterna ambición de asir
lo inasidero.
Cuando se cansa de inútiles
devaneos, tristemente,
se va en busca de su hermana
y se entrecruzan las manos
del ciego.
Y sólo así se están quietas,
enclavijadas,
asidas ansia con ansia
y deseo con deseo.
Mano de ciego no es ciega:
una voluntad la manda,
no los ojos de su dueño.
La niña llama
a su padre "Tatá, dadá".
La niña llama a su madre "Tatá,
dadá".
Al ver las sopas
la niña dijo
"Tatá, dadá".
Igual al ir en el tren,
cuando vio la verde montaña
y el fino mar.
"Todo lo confunde"
dijo
su madre. Y era verdad.
Porque cuando yo la oía
decir "Tatá', dadá",
veía la bola del mundo
rodar, rodar,
el mundo todo una bola
y en ella papá, mamá,
el mar, las montañas, todo
hecho una bola confusa;
el mundo "Tatá, dadá".
Invierno,
mundo en blanco.
Mármoles, nieves, plumas,
blancos llueven, erigen
blancura, a blanco juegan.
Ligerísimas,
escurridizas, altas,
las columnas sostienen
techos de nubes blancas.
Bandas
de palomas dudosas
entre blancos, arriba
y abajo, vacilantes
aplazan
la suma de sus alas.
¿Vencer, quién vencerá?
Los copos
inician algaradas.
Sin ruido choques, nieves,
armiños encontrados.
Pero el viento desata
deserciones, huidas.
Y la que vence es
rosa, azul, sol, el alba:
punta de acero, pluma
contra lo blanco, en blanco,
inicial, tú, palabra.
Parecen nubes.
Veleras,
voladoras, lino, pluma,
al viento, al mar, a las ondas
- parecen el mar - del viento,
al nido, al puerto, horizontes,
certeras van como nubes.
Parecen rumbos.
Taimados
los aires soplan al sesgo,
el sur equivoca el norte,
alas, quillas, trazan rayas,
- aire, nada, espuma, nada -,
sin dondes. Parecen rumbos.
Parece el azar.
Flotante
en brisas, olas, caprichos,
¡qué disimulado va,
tan seguro, a la deriva
querenciosa del engaño!
¡Qué desarraigado, ingrávido,
entre voces, entre imanes,
entre orillas, fuera, arriba,
suelto! Parece el azar.
Abrir los ojos.
Y ver
sin falta ni sobra, a
colmo
en la luz clara del día
perfecto el mundo,
completo.
Secretas medidas rigen
gracias sueltas, abandonos
fingidos, la nube aquella,
el pájaro volador,
la fuente, el tiemblo del
chopo.
Está bien, mayo, sazón.
Todo en el fiel. Pero yo...
Tú, de sobra. A mirar,
y nada más que a mirar
la belleza rematada
que ya no te necesita.
Cerrar
los ojos. Y ver
incompleto, tembloroso,
de será o de no será,
- masas torpes, planos
sordos -
sin luz, sin gracia, sin
orden
un mundo sin acabar,
necesitado, llamándome
a mí, o a ti, o a
cualquiera
que ponga lo que le falta,
que le de la perfección.
En
aquella tarde clara,
en aquel mundo sin tacha,
escogí:
el otro.
Cerré los ojos.
No, no dejéis
cerradas
las puertas de la noche,
del viento, del relámpago,
la de lo nunca visto.
Que estén abiertas
siempre
ellas, las conocidas.
Y todas, las incógnitas,
las que dan
a los largos caminos
por trazar, en el aire,
a las rutas que están
buscándose su paso
con voluntad oscura
y aún no lo han
encontrado
en puntos cardinales.
Poned señales altas,
maravillas, luceros;
que se vea muy bien
que es aquí, que está
todo
queriendo recibirla.
Porque puede venir.
Hoy o mañana, o dentro
de mil años, o el día
penúltimo del mundo.
Y todo
tiene que estar tan llano
como la larga espera.
Aunque sé
que es inútil.
Que es juego mío, todo,
el esperarla así
como a soplo o a brisa,
temiendo que tropiece.
Porque cuando ella venga
desatada, implacable,
para llegar a mí,
murallas, nombres, tiempos,
se quebrarían todos,
deshechos, traspasados
irresistiblemente
por el gran vendaval
de su amor, ya presencia.
Sí, por detrás
de las gentes
te busco.
No en tu nombre, si lo
dicen,
no en tu imagen, si la
pintan.
Detrás, detrás, más allá.
Por detrás
de ti te busco.
No en tu espejo, no en tu
letra,
ni en tu alma.
Detrás, más allá.
También
detrás, más atrás
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti.
No eres
lo que me está palpitando
con sangre mía en las
venas,
sin ser yo.
Detrás, más allá te
busco.
Por
encontrarte, dejar
de vivir en ti, y en mí,
y en los otros.
Vivir ya detrás de todo,
al otro lado de todo
-por encontrarte-,
como si fuese morir.
Ya está la
ventana abierta.
Tenía que ser así
el día.
Azul el cielo, si, azul
indudable, como anoche
le iban queriendo tus
besos.
Hechiza la luz de viento
y tensa igual que una vela
que lleva el día, velero,
por los mundos a su fin:
porque anoche tú quisiste
que tú y yo nos embarcáramos
en un alba que llegaba.
Tenía que ser así.
Y todo,
las aves de por el aire,
las olas de por el mar,
gozosamente animado:
con el ánima
misma que estaba latiendo
en las olas y los vuelos
nocturnos del abrazar.
Si los cielos iluminan
trasluces de paraíso,
islas de color de edén,
es que en las horas sin
luz,
sin suelo, hemos anhelado
la tierra más inocente
y jardín para los dos.
Y el mundo es hoy como es
hoy
porque lo querías tú,
porque anoche lo quisimos.
Un día
es el gran rastro de luz
que deja el amor detrás
cuando cruza por la noche,
sin él eterna, del mundo.
Es lo que quieren dos
seres
si se quieren hacia un
alba.
Porque un día nunca sale
de almanaques ni
horizontes:
es la hechura sonrosada,
la forma viva del ansia
de dos almas en amor,
que entre abrazos, a lo
largo
de la noche, beso a beso,
se buscan su claridad.
Al encontrarla amanece,
ya no es suya, ya es del
mundo.
Y sin saber lo que
hicieron,
los amantes
echan a andar por su obra,
que parece un día más.
¿Serás, amor,
un largo adiós que no se
acaba?
Vivir, desde el principio,
es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la
congoja
de tener que estar ciego y
sólo un diía.
Amor es el retraso
milagroso
de su término mismo:
el prolongar el hecho mágico,
de que uno y uno sean dos,
en contra
de la primer condena de la
vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se
conquistan,
en afanosas lides, entre
gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios
fabulosos,
a la gran disyunción que
está esperando,
hermana de la muerte, o
muerte misma.
Cada beso perfecto aparta
el tiempo,
le echa hacia atrás,
ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni el llegar, ni en el
hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a
separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo,
temblando.
Y la separación no es el
momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas
materiales.
Es de antes, de después.
Si se estrechan las manos,
si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma
ciegamente siente
que la forma posible de
estar juntos
es una despedida larga,
clara.
Y que lo más seguro es el
adiós.
¿Como me vas
a explicar,
di, la dicha de esta tarde,
si no sabemos por que
fue, ni como, ni de que
ha sido,
si es pura dicha de nada?
En nuestros ojos visiones,
visiones y no miradas,
no percibían tamaños,
datos, colores, distancias.
Palabras sueltas, palabras,
deleite en incoherencias,
no eran ya signo de cosas,
eran voces puras, voces
de su servir olvidadas.
!Como vagaron sin rumbo,
y sin torpeza, caricias!
Largos goces iniciados,
caricias no terminadas,
como si aun no se supiera
en que lugar de los cuerpos el
acariciar se acaba,
y anduviéramos buscándolo,
en lento encanto, sin ansia.
Las manos, no eran tocar
lo que hacían en nosotros,
era descubrir; los tactos,
nuestros cuerpos inventaban,
allí en plena luz, tan claros
como en plena niebla,
en donde solo ellos pueden
ver los cuerpos,
con las ardorosas palmas.
Y de esas nadas se ha ido
fabricando, indestructible,
nuestra dicha, nuestro amor,
nuestra tarde.
Por eso aunque no fue nada,
se que esta noche reclinas
lo mismo que una mejilla
sobre ese blandor de plumas
-almohada que ha sido alas-
tu ser, tu memoria, todo,
y que todo descansa,
sobre una tarde de dos,
que no es nada, nada, nada.
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