(1898-1990)
Poeta, crítico literario y filólogo nacido en
Madrid y que perteneció a la generación del 27. Licenciado
en Derecho y en Filosofía y Letras. Antes de la Guerra Civil
española estudió en el Centro de Estudios Históricos de
Madrid y participando a la vez en las actividades literarias e
intelectuales de la Residencia de Estudiantes donde coincidió
con: Federico García Lorca, Luis Buñuel y Salvador Dalí.
Colaboraba en la Revista de Occidente y en la poética Los
Cuatro Vientos. Para reivindicar la poesía de Góngora preparó
todo un aparato teórico en su edición crítica de las
Soledades (1927), cuya fecha de publicación da nombre a la
generación de 27. Fue catedrático de la Universidad de
Valencia y posteriormente catedrático de Filología Románica
en la Universidad de Madrid. En 1945 ingresó en la Real
Academia Española, de la que llegó a ser director, y en 1959
en la Academia de la Historia. También recibió el Premio
Cervantes.
En Dámaso Alonso confluyen sus
tres vocaciones: profesor, investigador y crítico literario,
y la de poeta. Como poeta, existen dos momentos bien
diferenciados, el de la poesía pura de ecos juanramonianos; a
esta época pertenecen Poemas puros, poemillas de la ciudad
(1921). A partir de 1939 y conmovido por los acontecimientos
que se viven en España, desgarra el panorama literario con su
obra Los hijos de la ira (1944), a la que siguen entre otras
Hombre y Dios (1955) y Oscura noticia (1959), dos libros poéticos
de ecos existencialistas y donde es visible la influencia de
la obra de Joyce. A esta etapa también pertenece la mayor
parte de su labor didáctica e investigadora, de la que son
exponentes: La poesía de san Juan de la Cruz (1942), Poesía
española: Ensayo de métodos y límites estilísticos (1950),
Estudios y ensayos gongorinos (1955). En estos trabajos centra
su esfuerzo por situar la crítica literaria en el ámbito de
la lingüística. Fundó la colección Biblioteca Románica
Hispánica y ha sido director de la Revista de Filología Española.
Su tarea como académico centró su esfuerzo en organizar
encuentros periódicos con las academias americanas para un
trabajo común que evitase o retrasara la temida fragmentación
lingüística de la lengua española.
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INSOMNIO
Madrid es una ciudad
de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
en este nicho en que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar
a los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando
como el perro enfurecido, fluyendo como la leche
de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole
por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en
esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las
tristes azucenas letales de tus noches?
MONSTRUOS
Todos los días rezo esta oración
al levantarme:
Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan
igual, igual que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
l silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy cercado de monstruos!
No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma,
me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.
No, ninguno tan horrible
como este Dámaso frenético,
como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con todos sus tentáculos
enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia fluyente,
no, ninguno tan monstruoso
como esta alimaña que brama hacia ti,
como esta desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos articulados,
que ahora te dice:
«Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche.
DESTRUCCIÓN INMINENTE
¿Te quebraré, varita de avellano,
te quebraré quizás? ¡Oh tierna vida,
ciega pasión en verde hervor nacida,
tú, frágil ser que oprimo con mi mano!
Un chispazo fugaz, sólo un liviano
crujir en dulce pulpa estremecida,
y aprenderás, oh rama desvalida,
cuánto pudo la muerte en un verano.
Mas, no; te dejaré... Juega en el viento,
hasta que pierdas, al otoño agudo,
tu verde frenesí, hoja tras hoja.
Dame otoño también, Señor, que siento
no sé qué hondo crujir, qué espanto mudo.
Detén, oh Dios, tu llamarada roja.
MADRIGAL DE LAS ONCE
Desnudas han caído
las once campanadas.
Picotean la sombra de los árboles
las gallinas pintadas
y un enjambre de abejas
va rezumbando encima.
La mañana
ha roto su collar desde la torre.
En los troncos, se rascan las cigarras.
Por detrás de la verja del jardín,
resbala,
quieta,
tu sombrilla blanca.
ORACIÓN POR LA
BELLEZA DE UNA MUCHACHA
Tú le diste esa ardiente simetría
de los labios, con brasa de tu hondura,
y en dos enormes cauces de negrura,
simas de infinitud, luz de tu día;
esos bultos de nieve, que bullía
al soliviar del lino la tersura
y, prodigios de exacta arquitectura,
dos columnas que cantan tu armonía.
¡Ay, tú, Señor, le diste esa ladera
que en un álabe dulce se derrama
miel secreta en el humo entredorado!
¿A qué tu poderosa mano espera?
Mortal belleza eternidad reclama
¡Dale la eternidad que le has negado!
CALLE DEL ARRABAL
Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
intento recordarla.
A un lado, hay un calvero de solares
en frente, están las casas alineadas
porque esperan que de un momento a otro
la Primavera pasará.
Las sábanas,
aún goteantes, penden
de todas las ventanas,
el viento juega con el sol en ellas
y ellas ríen del juego y de la gracia.
Y hay las niñas bonitas
que se peinan al aire 1ibre.
Cantan
los chicos de una escuela la lección.
Las once dan.
Por el arroyo pasa
un viejo cojitranco
que empuja su carrito de naranjas.
¿CÓMO ERA?
La puerta, franca.
Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu. Traía
una ligera inclinación de nave
y una luz matinal de claro día.
No era de ritmo, no era de armonía
ni de color. El corazón la sabe,
pero decir cómo era no podría
porque no es forma, ni en la forma cabe.
Lengua, barro mortal, cincel inepto,
deja la flor intacta del concepto
en esta clara noche de mi boda,
y canta mansamente, humildemente,
la sensación, la sombra, el accidente,
mientras ella me llena el alma toda.
MUJER CON ALCUZA
¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?
Acercaos: no nos ve.
Yo no sé qué es más gris
si el acero frío de sus ojos,
si el gris desvaído de ese chal
con el que se envuelve el cuello y la cabeza
o si el paisaje desolado de su alma.
Va despacio, arrastrando
los pies
desgastando suela, desgastando losa,
pero llevada
por un terror
oscuro,
por una voluntad de esquivar algo horrible.
Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida
de tierra
que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre abismales pozos sombríos,
y turbias simas súbitas
llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la
desesperanza.
Oh sí, la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren
en un tren muy largo
ha viajado durante muchos días y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y remejía el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores
encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.
Pero el horrible tren ha
ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.
Ella recuerda sólo
que en todas hacía frío,
que en todas estaba oscuro,
y que al partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la
mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables
margaritas, blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y esa
voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando y retorciéndose,
sólo
para ver alejarse en la infinita llanura
eso, una solitaria estación
un lugar
señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las estrellas,
y por fin se ha dormido,
sí, ha dormitado en la sombra,
arrullada por un fondo de lejanas conversaciones
por gritos ahogados y empañadas risas,
como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo rasgadas de improviso
por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les
pellizcan las nalgas,
... aún mareada por el humo del tabaco.
Y ha viajado noches y días,
sí, muchos días
y muchas noches.
Siempre parando en estaciones diferentes,
siempre con un ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella
también,
ay,
para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada
para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.
... No ha sabido cómo.
Su sueño era cada vez más profundo,
iban cesando,
casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las
sombras,
algún chillido como un limón agrio que pone amarilla un momento la
noche.
Y luego nada.
Sólo la velocidad,
sólo el traqueteo de maderas y hierro
del tren,
sólo el ruido del tren.
Y esta mujer se ha
despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola
y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
de un vagón a otro,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quien movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.
... Y ésa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una
semidiosa, su alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o
una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.
Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más
se inclina
va curvada como un signo de interrogación
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta
conserva aún en el invierno el tierno vicio
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus; tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?
DETRÁS DE LO GRIS
Ah, yo quiero vivir
dentro del orden general
de tu mundo.
Necesito vivir entre los hombres.
Veo un árbol: sus brazos ya en angustia
o ya en delicia lánguida
proclaman su verdad:
su alma de árbol se expresa,
irreductiblemente única.
Pero el hombre que pasa junto a mí
el hombre moderno
con sus radios, con sus quinielas, con sus películas sonoras
con sus automóviles de suntuosa hojalata
o con sus tristes vitaminas,
mudo tras su etiqueta que dice «comunismo» o «democracia» dice,
con apagados ojos y un alma de ceniza
¿que es?, ¿quién es?
¿Es una mancha gris, un monstruo gris?
Monstruo gris, gris profundo,
profundamente oculta sus amores, sus odios,
gris en su casa,
gris en su juego,
en su trabajo, gris,
hombre gris, de gris alma.
Yo quiero, necesito,
mirarle allá a la hondura de los ojos, conocerle,
arrancarle su careta de cemento,
buscarle por detrás de sus tristes rutinas.
Por debajo de sus fórmulas de lorito
real (¡Pase usted! ¡Tanto gusto!),
aventarle sus tumbas de ceniza
huracanarle su cloroformo diario.
Un día llegará en que lo gris se rompa,
y tus bandos resuenen arcangélicos,
oh gran Dios.
Dime, Dios mío, que tu amor refulge
detrás de la ceniza.
Dame ojos que penetren tras lo gris
la verdad de las almas,
la hermosa desnudez de tu imagen:
el hombre.
PREPARATIVOS DE VIAJE
Unos
se van quedando estupefactos,
mirando sin avidez, estúpidamente, más allá, cada vez más allá,
hacia la otra ladera
otros
voltean la cabeza a un lado y otro lado,
sí, la pobre cabeza, aún no vencida,
casi
con gesto de dominio,
como si no quisieran perder la última página de un libro de aventuras,
casi con gesto de desprecio
cual si quisieran
volver con despectiva indiferencia las espaldas
a una cosa apenas si entrevista,
mas que no va con ellos.
Hay algunos
que agitan con angustia los brazos por fuera del embozo,
cual si en torno a sus sienes espantaran tozudos moscardones azules
o cual si bracearan en un agua densa, poblada de invisibles medusas.
Otros maldicen a Dios,
escupen al Dios que los hizo
y las cuerdas heridas de sus chillidos acres
atraviesan como una pesadilla las salas insomnes del hospital,
hacen oscilar como viento sutil
las alas de las tocas
y cortan el torpe vaho del cloroformo.
Algunos llaman con débil voz
a sus madres
las pobres madres, las dulces madres
entre cuyas costillas hace ya muchos años que se pudren las tablas del
ataúd.
Y es muy frecuente
que el moribundo hable de viajes largos,
de viajes por transparentes mares azules, por archipiélagos remotos,
y que se quiera arrojar del lecho
porque va a partir el tren, porque ya zarpa el barco.
(Y entonces se les hiela el alma
a aquellos que rodean al enfermo. Porque comprenden.)
Y hay algunos, felices,
que pasan de un sueño rosado, de un sueño dulce, tibio y dulce,
al sueño largo y frío.
Ay, era ese engañoso sueño,
cuando la madre, el hijo, la hermana
han salido con enorme emoción, sonriendo, temblando, llorando,
han salido de puntillas,
para decir: «¡Duerme tranquilo, parece que duerme muy bien!»
Pero, no: no era eso.
... Oh sí; las madres lo saben muy bien:
cada niño se duerme de una manera distinta...
Pero todos, todos se quedan
con los ojos abiertos.
Ojos abiertos, desmesurados en el espanto último,
ojos en guiño, como una soturna broma, como una mueca ante un panorama
grotesco,
ojos casi cerrados, que miran por fisura, por un trocito de arco, por el
segmento inferior de las pupilas.
No hay mirada más triste.
Sí, no hay mirada más profunda ni más triste.
Ah, muertos, muertos, ¿qué habéis visto
en la esquinada cruel, en el terrible momento del tránsito?
Ah, ¿qué habéis visto en ese instante del encontronazo con el camión
gris de la muerte?
No sé si cielos lejanísimos de desvaídas estrellas, de lentos cometas
solitarios hacia la torpe nebulosa inicial,
no sé si un infinito de nieves, donde hay un rastro de sangre, una
huella de sangre inacabable,
ni si el frenético color de una inmensa orquesta convulsa cuando se
descuajan los orbes,
ni si acaso la gran violeta que esparció por el mundo la tristeza como
un largo perfume de enero,
ay, no sé si habéis visto los ojos profundos, la faz impenetrable.
Ah, Dios mío, Dios mío, ¿qué han visto
un instante esos ojos que se quedaron abiertos?
GOTA PEQUEÑA, MI DOLOR
Gota pequeña, mi dolor.
La tiré al mar.
Al hondo mar.
Luego me dije: ¡A tu sabor
ya puedes navegar!
Más me perdió la poca fe...
La poca fe
de mi cantar.
Entre onda y cielo naufragué.
Y era un dolor inmenso el mar.
DE PROFUNDIS
Si vais por la carretera
del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia.
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que
fuera este mi cuerpo,
y una ramera de solicitaciones mi alma,
no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe
sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano,
sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes,
que ya ha olvidado las palabras de amor,
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada.
Yo soy la piltrafa que el tablajero arroja al perro del mendigo,
y el perro del mendigo arroja al muladar.
Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria,
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios,
y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también la podredumbre,
mírame,
Yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha,
yo soy el excremento del can sarnoso,
el zapato sin suela en el carnero del camposanto,
yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que nadie compra
y donde casi ni escarban las gallinas.
Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!
AMOR
¡Primavera feroz! Va mi ternura
por las más hondas venas derramada,
fresco hontanar, y furia desvelada,
que a extenuante pasmo se apresura.
¡Oh qué acezar, qué hervir, oh, qué
premura
de hallar, en la colina clausurada,
la llaga roja de la cueva helada,
y su cura más dulce, en la locura!
¡Monstruo fugaz, espanto de mi vida,
rayo sin luz, oh tú, mi primavera,
mi alimaña feroz, mi arcángel fuerte!
¿Hacia qué hondón sombrío me convida,
desplegada y astral, tu cabellera?
¡Amor. amor, principio de la muerte!
MUJERES
Oh, blancura. ¿Quién puso en nuestras
vidas
de frenéticas bestias abismales
este claror de luces siderales estas nieves, con sueño enardecidas?
Oh dulces bestezuelas perseguidas.
Oh terso roce. Oh signos cenitales.
Oh músicas. Oh llamas. Oh cristales.
Oh velas altas, de la mar surgidas.
Ay, tímidos fulgores, orto puro,
quién os trajo a este pecho de hombre duro,
a este negro fragor de odio y olvido?
Dulces espectros, nubes, flores vanas...
¡Oh tiernas sombras, vagamente humanas,
tristes mujeres, de aire o de gemido!
CANCIONCILLA
Otros querrán mausoleos
donde cuelguen los trofeos,
donde nadie ha de llorar,
y yo no los quiero, no
(que lo digo en un cantar)
porque yo
morir quisiera en el viento,
como la gente de mar
en el mar.
Me podrían enterrar
en la ancha fosa del viento.
Oh, qué dulce descansar
ir sepultado en el viento
como un capitán del viento
como un capitán del mar,
muerto en medio de la mar.
A UN RÍO LE LLAMAN
CARLOS
Yo me senté en la orilla;
quería preguntarte, preguntarme tu secreto;
convencerme de que los ríos resbalan hacia un anhelo y viven;
y que cada uno nace y muere distinto (lo mismo que a ti te llaman
Carlos).
Quería preguntarte, mi alma quería
preguntarte
por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué vives.
Dímelo, río,
y dime, di, por qué te llaman Carlos.
Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras,
quién eras
(genero, especie)
y qué eran, qué significaban «fluir», «fluido», «fluente»;
qué instante era tu instante
cuál de tus mil reflejos, tu ;reflejo absoluto
yo quería indagar el último recinto de tu vida
tu unicidad, esa alma de agua única,
por la que te conocen por Carlos.
Carlos es una tristeza, muy mansa y gris,
que fluye
entre edificios nobles, a Minerva sagrados
y entre hangares que anuncios y consignas coronan.
Y el río fluye y fluye, indiferente.
A veces, suburbana, verde, una sonrisilla
de hierba se distiende, pegada a la ribera.
Yo me he sentado allí, sobre la hierba quemada del invierno para pensar
por qué los ríos
siempre anhelan futuro, como tú lento y gris.
Y para preguntarte por qué te llaman Carlos.
Y tu fluías, fluías, sin cesar,
indiferente
y no escuchabas a tu amante extático
que te miraba preguntándote
como miramos a nuestra primera enamorada para saber si le fluye un alma
por los ojos,
y si en su sima el mundo será todo luz blanca
o si acaso su sonreír es sólo eso: una boca amarga que besa.
Así te preguntaba: como le preguntamos a Dios en la sombra de los
quince años,
entre fiebres oscuras y los días—qué verano— tan lentos.
Yo quería que me revelaras el secreto de la vida
y de tu vida, y por qué te llamaban Carlos.
Yo no sé por qué¿ me he puesto tan
triste, contemplando
el fluir de este río
Un río es agua, lágrimas: mas no sé quién las llora.
El río Carlos es una tristeza gris, mas no sé quién la llora.
Pero sé que la tristeza es gris y fluye.
Porque sólo fluye en el mundo la tristeza.
Todo lo que fluye es lágrimas.
Todo lo que fluye es tristeza, y no sabemos de dónde viene la tristeza.
Como yo no sé quién te llora, río Carlos,
como yo no sé por qué eres una tristeza
ni por qué te llaman Carlos.
Era bien de mañana cuando yo me he sentado
a contemplar el misterio fluyente de este río,
y he pasado muchas horas preguntándome, preguntándote.
Preguntando a este río, gris lo mismo que un dios;
preguntándome, como se le pregunta a un dios triste:
¿qué buscan los ríos?, ¿qué es un río?
Dime, dime qué eres, qué buscas,
río, y por qué te llaman Carlos.
Y ahora me fluye dentro una tristeza,
un río de tristeza gris,
con lentos puentes grises, como estructuras funerales grises.
Tengo frío en el alma y en los pies.
Y el sol se pone.
Ha debido pasar mucho tiempo.
Ha debido pasar el tiempo lento, lento, minutos, siglos, eras.
Ha debido pasar toda la pena del mundo, como un tiempo lentísimo.
Han debido pasar todas las lágrimas del mundo, como un río
indiferente.
Ha debido pasar mucho tiempo, amigos míos, mucho tiempo
desde que yo me senté aquí en la orilla, a orillas
de esta tristeza, de este
río al que le llamaban Dámaso, digo, Carlos.
SONETO SOBRE LA
LIBERTAD HUMANA
Qué hermosa eres, libertad. No hay nada
que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento.
Más brilla y en más puro firmamento
libertad en tormento acrisolada.
¿Que no grite? ¿Mordaza hay preparada?
Venid: amordazad mi pensamiento.
Grito no es vibración de ondas al viento:
grito es conciencia de hombre sublevada.
Qué hermosa eres, libertad. Dios mismo
te vio lucir, ante el primer abismo
sobre su pecho, solitaria estrella.
Una chispita del volcán ardiente
tomó en su mano. Y te prendió en mi frente,
libre llama de Dios, libertad bella.
HOMBRE Y DIOS
Hombre es amor. Hombre es un haz, un centro
donde se anuda el mundo. Si Hombre falla
otra vez el vacío y la batalla
del primer caos y el Dios que grita «¡Entro!»
Hombre es amor, y Dios habita dentro
de ese pecho y profundo, en él se acalla;
con esos ojos fisga, tras la valla,
su creación, atónitos de encuentro.
Amor-Hombre, total rijo sistema
yo (mi Universo). ¡Oh Dios, no me aniquiles
tú, flor inmensa que en mi insomnio creces!
Yo soy tu centro para ti, tu tema
de hondo rumiar, tu estancia y tus pensiles.
Si me deshago, tú desapareces.
LA INJUSTICIA
¿De
qué sima te yergues, sombra negra?
¿Qué buscas?
Los oteros,
como lagartos verdes, se asoman a los valles
que se hunden entre nieblas en la infancia del mundo.
Y sestean, abiertos, los rebaños,
mientras la luz palpita, siempre recién creada,
mientras
se comba el tiempo, rubio mastín que duerme a las puertas de Dios.
Pero
tú vienes, mancha lóbrega,
reina de las cavernas, galopante en el cierzo, tras tus corvas
pupilas, proyectadas
como dos meteoros crecientes de lo oscuro,
cabalgando en las rojas melenas del ocaso,
flagelando las cumbres
con cabellos de sierpes, látigos de granizo.
Llegas,
oquedad devorante de siglos y de mundos,
como una inmensa tumba,
empujada por furias que ahincan sus testuces,
duros chivos erectos, sin oídos, sin ojos,
que la terneza ignoran.
Sí,
del abismo llegas,
hosco sol de negruras, llegas siempre,
onda turbia, sin fin, sin fin manante,
contraria del amor, cuando él nacida
en el día primero.
Tú
empañas con tu mano
de húmeda noche los cristales tibios
donde al azul se asoma la niñez transparente, cuando apenas
era tierna la dicha, se estrenaba la luz,
y pones en la nítida mirada
la primer llama verde
de los turbios pantanos.
Tú
amontonas el odio en la charca inverniza
del corazón del vejo,
y azuzas el espanto
de su triste jauría abandonada
que ladra furibunda en el hondón del bosque.
Y
van los hombres, desgajados pinos,
del oquedal en llamas, por la barranca abajo,
rebotando en las quiebras,
como teas de sombra, ya lívidas, ya ocres,
como blasfemias que al infierno caen.
...
Hoy llegas hasta mí.
He sentido la espina de tus podridos cardos,
el vaho de ponzoña de tu lengua
y el girón de tus alas que arremolina el aire.
El alma era un aullido
y mi carne mortal se helaba hasta los tuétanos.
Hiere,
hiere, sembradora del odio:
no ha de saltar el odio, como llama de azufre, de mi herida.
Heme aquí:
soy hombre, como un dios,
soy hombre, dulce niebla, centro cálido,
pasajero
bullir de un metal misterioso que irradia la ternura.
Podrás
herir la carne
y aun retorcer el alma como un lienzo:
no apagarás la brasa del gran amor que fulge
dentro del corazón, bestia maldita.
Podrás
herir la carne.
No morderás mi corazón,
madre del odio.
Nunca en mi corazón,
reina del mundo.
ROSALÍA
TIENE QUINCE AÑOS
Quince almendros en flor, tus quince años.
¡Qué blancura el paisaje de tu alma!
Blanca como la nieve, cual la hoja
de papel en que escribo: toda blanca.
Todo es blanco: año nuevo y álbum nuevo;
yo escribo para ti blancas palabras.
Me rodea lo blanco, todo en blanco
como si fuera en una gran nevada.
¡Quince arbolillos tienes, Rosalía!
Y el viento viene, y los acariciaba...
Ya nieva el mundo flores, flores, flores;
ya nieva flores, blancas, blancas, blancas.
CIENCIA DEL AMOR
No sé. Sólo me llega en el venero
de tus ojos, la lóbrega noticia
de Dios; sólo en tus labios, la caricia
de un mundo en mies, de un celestial granero.
¿Eres limpio cristal, o ventisquero
destructor? No, no sé... De esta delicia,
yo solo sé su cósmica avaricia,
el sideral latir con que te quiero.
Yo no sé si eres muerte o si eres vida,
si toco rosa en ti, si toco estrella,
si llamo a Dios o a ti cuando te llamo.
Junco en el agua o sorda piedra herida,
sólo sé que la tarde es ancha y bella,
sólo sé que soy hombre y que te amo.
LOS CONTADORES DE ESTRELLAS
Yo estoy cansado.
Miro
esta ciudad
-una ciudad cualquiera-
donde ha veinte años vivo.
Todo está igual.
Un niño
inútilmente cuenta las estrellas
en el balcón vecino.
Yo me pongo también...
Pero él va más deprisa: no consigo
alcanzarle:
Una, dos, tres, cuatro,
cinco...
No consigo
alcanzarle: Una, dos...
tres...
cuatro...cinco...
VIDA
Entre mis manos cogí
un puñadito de tierra.
Soplaba el viento terrero.
La tierra volvió a la tierra.
Entre tus manos me tienes,
tierra soy.
El viento orea
tus dedos, largos de siglos.
Y el puñadito de arena
-grano a grano, grano a grano-
el gran viento se lo lleva.
LOS CONSEJOS DEL TÍO DÁMASO A LUIS CRISTÓBAL
Haz lo que tengas gana,
Cristobalillo,
lo que te dé la gana,
que es lo sencillo.
Llegaste a un mundo donde
manda la chacha,
mandan los mandamases
y hay poca lacha.
Caso nunca les hagas
a los mayores.
Los consejos de Dámaso
son los mejores.
Tira, mi niño, tira,
si te da gana,
los libros de papito
por la ventana.
Cuélgate de las lámparas y los manteles,
rompe a mamita el vaso
de los claveles.
¿Que hay pelotón de goma?
Chuta e impacta.
¡Duro con la pintura
llamada abstracta!
Rompe tazas y platos.
¡Viva el jolgorio
y las almas benditas
del purgatorio!
La mejor puntería
te la aconsejo
si es que se pone a tiro
cualquier espejo.
Aún hay más divertido:
coge chinillas,
y con un tiragomas,
¡a las bombillas!
Pero ahora se me ocurre
algo estupendo,
donde papá se encierra
vete corriendo.
¡Macho, cuántos papeles!
Tú, con cerillas,
vas y a papá le quemas
esas cosillas...
¡Verás qué cara pone!
¡Qué gracia tiene!
Anda, sin que te vea,
mira que viene.
Vamos a divertirnos
tú y yo, mi cielo.
Es un asco este mundo:
conviene que lo
pongamos boca abajo.
¡Es tan sencillo!
Vamos a hacer un mundo
nuevo, chiquillo!
SUEÑO DE LAS DOS CIERVAS
¡Oh terso claroscuro del durmiente!
Derribadas las lindes, fluyó el sueño.
Sólo el espacio.
Luz y sombra, dos ciervas velocísimas,
huyen hacia la hontana de aguas frescas,
centro de todo.
¿Vivir no es más que el roce de su viento?
Fuga del viento, angustia, luz y sombra:
forma de todo.
Y las ciervas, las ciervas incansables,
flechas emparejadas hacia el hito,
huyen y huyen.
El árbol del espacio. (Duerme el hombre)
Al fin de cada rama hay una estrella.
Noche: los siglos.
...El árbol del espacio. Duerme el hombre.
Al fin de cada rama hay una estrella.
Noche: los siglos.
Duerme y se agita con terror: comprende.
Ha comprendido, y se le eriza el alma.
¡Gélido sueño!
Huye el gran árbol que florece estrellas,
huyen las ciervas de los pies veloces,
huye la fuente.
¿Por qué nos huyes, Dios, por qué nos huyes?
Tu veste en rastro, tu cabello en cauda,
¿dónde se anegan?
¿Hay un hondón, bocana del espacio,
negra rotura hacia la nada, donde
viertes tu aliento?
Ay, nunca formas llegarán a esencia,
nunca ciervas a fuente fugitiva.
¡Ay, nunca, nunca!
GOZO DEL TACTO
Estoy vivo y toco.
Toco, toco, toco.
Y no, no estoy loco.
Hombre, toca, toca
lo que te provoca:
seno, pluma, roca,
pues mañana es cierto
que ya estarás muerto,
tieso, hinchado, yerto.
Toca, toca, toca,
¡qué alegría loca!
Toca. Toca. Toca.
VIENTO DE NOCHE
El viento es un can sin dueño,
que lame la noche inmensa.
La noche no tiene sueño.
Y el hombre, entre sueños, piensa.
Y el hombre sueña, dormido,
que el viento es un can sin dueño,
que aúlla a sus pies tendido
para lamerle el ensueño.
Y aun no ha sonado la hora.
La noche no tiene sueño:
¡alerta, la veladora!
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