I
Frente al establecimiento de baños de Fitero, y
sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre
el río Alhama, se ven todavía los restos
abandonados de un castillo árabe, célebre en los
fastos gloriosos de la reconquista por haber sido
teatro de grandes y memorables hazañas, así por
parte de los que lo defendieron como de los que
valerosamente clavaron sobre sus almenas el
estandarte de la cruz. De los muros no quedan más
que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la
atalaya han caído unas sobre otras al foso y lo han
cegado por completo; en el patio de armas crecen
zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde
se vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos,
sillares oscuros y carcomidos; aquí un lienzo de
barbacana, entre cuyas hendiduras nace la yedra; allí
un torreón que aún se tiene en pie como por milagro;
más allá los postes de argamasa con las anillas de
hierro que sostenían el puente colgante.
Durante mi estancia en los baños, ya por hacer
ejercicio, que, según me decían, era conveniente al
estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad,
todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el
camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe
y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el
suelo por ver si encontraba algunas armas, dando
golpes en los muros para observar si sonaba a hueco y
sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome
por todos los rincones, con la idea de encontrar la
entrada de alguno de esos subterráneos que es fama
existen en todos los castillos de los moros.
Mis diligentes pesquisas fueron por demás
infructuosas.
Sin embargo, uuna tarde en que, ya desesperanzado de
hallar algo nuevo y curioso en los alto de la roca
sobre la que se asienta el castillo,renuncié a subir
a ella, y limité mi paseo a las orillas del río que
corre a sus pies, andando a lo largo de la ribera, vi
una especie de boquerón abierto en la peña viva y
medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales.
No sin mi poquito de temor, separé el ramaje que
cubría la entrada de aquello que me pareció cueva
formada por la naturaleza y que, después que anduve
algunos pasos, vi era un subterráneo abierto a pico.
No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía
entre las sombras, me limité a observar
cuidadosamente los accidentes de la bóveda y del
piso, que me pareció que se elevaba formando como
unos grandes peldaños en dirección a la altura en
que se halla el castillo de que ya he hecho mención,
y en cuyas ruinas recordé entonces haber visto una
poterna cegada. Sin duda, había descubierto uno de
esos caminos secretos, tan comunes en las obras
militares de aquella época, el cual debió servir
para hacer salidas falsas o coger, estando sitiados,
el agua del río que corre allí inmediato.
Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en
mis inducciones, después que salí de la cueva por
donde mismo había entrado, trabé conversación con
un trabajador que andaba podando unas viñas en
aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so
pretexto de pedirle lumbre para encender un
cigarrillo.
Hablamos de varias cosas indiferentes: de las
propiedades medicinales de las aguas de Fitero, de la
cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de
Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en fin,
de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero
que de la cueva, objeto de mi curiosidad.
Cuando, por último, la conversación recayó sobre
este punto, le pregunté si sabía de alguien que
hubiese penetrado en ella y visto su fondo.
-¡Penetrar en la cueva de la Mora! -me dijo, como
asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quien había de
atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas
las noches un ánima?
-¡Un ánima! -exclamé yo, sonriéndome-. ¿El ánima
de quién?
- El ánima de la hija de un alcaide moro que anda
todavía penando por estos lugares, y se la ve todas
las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y
llena en el río una jarrica de agua.
Por explicación de aquel buen hombre vine en
conocimiento de que acerca del castillo árabe y del
subterráneo que yo suponía en comunicación con él
había alguna historieta, y como yo soy muy amigo de
oír todas estas tradiciones especialmente de labios
de la gente del pueblo, le supliqué me la refiriese,
lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos
que yo, a mi vez, se la voy a referir a mis lectores.
II
Cuando el castillo, del que ahora sólo restan
algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes
moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra
sobre piedra, dominaban desde lo alto de la roca en
que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que
fecunda el río Alhama, tuvo lugar junto a la villa
de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó
herido y prisionero de los árabes un famoso
caballero cristiano, tan digno de renombre por su
piedad como por su valentía.
Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus
enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un
calabozo luchando entre la vida y la muerte, hasta
que, curado casi milagrosamente de sus heridas, sus
deudos le rescataron a fuerza de oro.
Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar
entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus
hermanos de armas y sus hombres de guerra se
alborozaron al verle, creyendo llegada la hora de
emprender nuevos combates; pero el alma del caballero
se había llenado de una profunda melancolía, y ni
el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad
eran parte a disipar su estraña melancolía.
Durante su cautiverio logró ver a la hija del
alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por
la fama antes de conocerla; pero que cuando la hubo
conocido la encontró tan superior a la idea que de
ella se había formado, que no pudo resistir a la
seducción de sus encantos y se enamoró perdidamente
de un objeto para él imposible.
Meses y meses pasó el caballero forjando los
proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un
medio de romper las barreras que lo separaban de
aquella mujer, ora hacía los mayores esfuerzos por
olvidarla, y ya se decidía por una cosa, ya se
mostraba partidario de otra absolutamente opuesta,
hasta que, al fin, un día reunió a sus hermanos y
compañeros de armas, hizo llamar a sus hombres de
guerra y, después de hacer con el mayor sigilo todos
los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la
fortaleza que guardaba a la hermosura objeto de su
insensato amor.
Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo
movía a su caudillo el afán de vengarse de cuanto
le habían hecho sufrir arrojándole en el fondo de
sus calabozos; pero después de tomada la fortaleza,
no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella
arrojada empresa, en que tantos buenos cristianos habían
perecido para contribuir al logro de una pasión
indigna.
El caballero, embriagado en el amor que, al fin, logró
encender en el pecho de la hermosísima mora, no hacía
caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes
en las murmuraciones y las quejas de sus soldados.
Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de
aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían
de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico
de la sorpresa.
Y, en efecto, sucedió así: el alcaide allegó de
los lugares comarcanos y una mañana el vigía que
estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a
anunciar a los enamorados amantes que por toda la
sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía
bajar tal nublado de guerreros, que bien podía
asegurarse que iba a caer sobre el castillo la
morisma entera.
La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como
la muerte; el caballero pidió sus armas a grandes
voces y todo se puso en movimiento en la fortaleza.
Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras; los
jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los
rastrillos, se levantó el puente colgante y se
coronaron de ballesteros las almenas.
Algunas horas después comenzó el asalto.
El castillo podía llamarse con razón inexpugnable.
Solo por sorpresa, como se apoderaron de él los
cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues,
sus defensores una, dos y hasta diez embestidas.
Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus
esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer
capitular a sus defensores por hambre.
El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos
horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que,
una vez rendido el castillo, el precio de la vida de
sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno
quiso hacerle traición, y los mismos que habían
reprobado su conducta juraron perecer en su defensa.
Los moros impacientes, resolvieron dar un nuevo
asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa,
la defensa desesperada y el choque horrible. Durante
la pelea, el alcaide, partida la frente de un hachazo
cayó al foso desde lo alto del muro, al que había
logrado subir con la ayuda de una escala, al mismo
tiempo que el caballero recibía un golpe mortal en
la brecha de la barbacana, en donde unos y otros
combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.
Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En
este punto la mora se inclinó sobre su amante, que
yacía en el suelo, moribundo, y tomándolo en sus
brazos con unas fuerzas que hacían mayores la
desesperación y la idea del peligro, lo arrastró
hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte, se
levantó una piedra como movida de un impulso
sobrenatural y por la boca que dejó ver al
levantarse, desapareció con su preciosa carga y
comenzó a descender hasta llegar al fondo del
subterráneo.
III
Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su
alrededor una mirada llena de extravío, y dijo:
-¡Tengo sed! ¡Me muero! ¡Me abraso!
Y en su delirio precursor de la muerte, de sus labios
secos, al pasar por los cuales silbaba la respiración
sólo se oían salir estas palabras angustiosas:
-¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel subterráneo tenía una
salida al valle por donde corre el río. El valle y
todas las alturas que lo coronan estaban llenos de
soldados moros, que, una vez rendida la fortaleza,
buscaban en vano por todas partes al caballero y a su
amada para saciar en ellos su sed de exterminio. Sin
embargo, no vaciló un instante, y tomando el casco
del moribundo, se deslizó como una sombra por entre
los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó
a la orilla del río.
Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para
volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó
una saeta y exhaló un grito.
Dos guerreros moros que velaban alrededor de la
fortaleza habían disparados sus arcos en la dirección
en que oyeron moverse las ramas.
La mora, herida de muerte, logró, sin embargo,
arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar
hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. Éste,
al verla cubierta de sangre y próxima a morir, volvió
en su razón y, conociendo la enormidad del pecado
que tan duramente expiaban, volvió sus ojos al cielo,
tomó el agua que su amante le ofrecía y, sin acercársela
a los labios, preguntó a la mora:
-¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi
religión y, si me salvo, salvarte conmigo?
La mora, que había caído al suelo desvanecida con
la falta de sangre, hizo un movimiento imperceptible
con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el
agua bautismal invocando el nombre del Todopoderoso.
Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un
rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo
entró en la cueva, donde encontró los cadáveres
del caballero y su amada, que aún vienen por las
noches a vagar por estos contornos.