(Leyenda
religiosa)
Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me
refirió esta singular historia una muchacha muy
buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su forma
especial, besaba las hojas y los pistilos que iba
arrancando, uno a uno, de la flor que da nombre a
esta leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la
tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería
como a mí me conmovió, la historia de la infeliz
Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa
piadosa tradición se me acuerda en este instante.
I
En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la
ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la
alta torre morisca de una antigua parroquia mozárabe
y los sombríos y blasonados muros de una casa
solariega, tenía hace muchos años su habitación
raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un
judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los
de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa
fortuna, veíasele, no obstante, todo el día
acurrucado en el sombrío portal de su vivienda,
componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos
viejos o guarniciones rotas, con las que traía un
gran tráfico entre los truhanes de Zocodover, las
revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto
a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un
caballero principal o un canónigo de la primada sin
quitarse una y hasta diez veces el mugriento
bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta,
ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales
parroquianos sin agobiarlo a fuerza de humildes
salutaciones, acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse
proverbial en todo Toledo, y su mansedumbre, a prueba
de las jugarretas más pesadas y las burlas y
rechiflas de sus vecinos, no conocían limites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarlo,
tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos
y hasta los hombres de armas del próximo palacio
pretendían aburrirlo, llamándole con los nombres más
injuriosos, o las viejas devotas de la feligresía se
santiguaban al pasar por el umbral de su puerta, como
si viesen al mismo Lucifer en persona.
Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña
e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se
dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva
como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos
pequeños, redondos y casi ocultos entre las espesas
cejas, brotaba una chispa de mal reprimida cólera,
seguía impasible golpeando con su martillito de
hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas
mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna, de que
se componía su tráfico.
Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de
un marco de azulejos de vivos colores, se abría un
ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones
de los moros toledanos. Alrededor de las caladas
franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla
de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía
desde el interior de la vivienda una de esas plantas
trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y
lozanía sobre los ennegrecidos muros de los
edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz
por los estrechos vanos de aquel ajimez, único
abierto en el musgoso y agrietado paredón de la
calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de
la tienda del judío y veían por casualidad a Sara
tras las celosías de su ajimez morisco y a Daniel
acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta voz,
admirados de las perfecciones de la hebrea:
-¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado tan
hermoso vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza.
Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío
cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el
punto de luz de su ardiente pupila como una estrella
en el cielo de una noche oscura. Sus labios,
encendidos y rojos parecían recortados hábilmente
de un paño de púrpura por las invisibles manos de
un hada. Su tez era blanca, pálida y transparente
como el alabastro de la estatua de un sepulcro.
Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía
grabada en su rostro esa dulce tristeza de las
inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se
escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el
vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de
su maravillosa hermosura, la habían solicitado para
esposa; pero la hebrea, insensible a los homenajes de
sus adoradores y a los consejos de su padre, que
instaba para que eligiese un compañero antes de
quedar sola en el mundo, se mantenía encerrada en un
profundo silencio, sin dar más razón de su extraña
conducta que el capricho de permanecer libre.
Al fin, un día, cansado de sufrir los desdenes de
Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio
cierto de que su corazón abrigaba algún secreto
importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel
y dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se
murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su yunque,
suspendió su continuo martilleo, y sin mostrar la
menor emoción, preguntó a su interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... ¡Qué
sé yo! Muchas cosas... Entre ellas, que tu hija está
enamorada de un cristiano.
Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara
se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían
en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, lo miró un rato
fijamente, sin decir palabra, y, bajando otra vez la
vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:
-¿Y quién dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta
misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín
de nuestros rabinos -insistió el joven hebreo,
admirado de que sus sospechas primero, y después sus
afirmaciones, no hiciesen mella en el ánimo de
Daniel.
Este, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en
el yunque, sobre el que después de dejar a un lado
el martillo se ocupaba en bruñir el broche de metal
de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a
hablar en voz baja y entrecortada, como si
maquinalmente fuesen repitiendo sus labios las ideas
que cruzaban por su mente.
-¡Je, je, je! -decía, riéndose de una manera extraña
y diabólica-. ¿Con que a mi Sara, al orgullo de la
tribu, al báculo en que se apoya mi vejez, piensa
arrebatármela un perro cristiano? ¿Y vosotros creéis
que lo hay? ¡Je!, ¡je! -continuaba, siempre
hablando para sí y siempre riéndose mientras la
lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el
metal con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre
Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué
quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan
hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los
codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¿Crees
tú, por ventura, que Daniel duerme? ¿Crees tú, por
ventura, que si mi hija tiene un amante..., que bien
pudiera ser, y ese amante es cristiano y procura
seducirla, y la seduce, que todo es posible, y
proyecta huir con ella, que también es fácil, y
huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo
humano, crees tú que Daniel se dejara arrebatar su
tesoro?... ¿Crees tú que no sabrá vengarse?
-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-, ¿sabéis
acaso...?
-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un
golpecito en la espalda-, sé más que tú, que nada
sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora
de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos
para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro
de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su
interlocutor hacia la calle, recogió sus trebejos
muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos
y aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando
sobres sus premiosos goznes impidió al que se
alejaba oír el rumor de las celosías sobre el
ajimez, que en aquel punto cayeron de golpe, como si
la judía acabara de retirarse de su alféizar.
II
Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de
Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en
su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño
o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a
las del Cristo de la Luz, que, robado por unos judíos,
dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió
el crimen, o la historia del Santo Niño de la
Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra
fe renovaron la cruel Pasión de Jesús.
Reinaba en la ciudad un silencio profundo,
interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces
de los guardias nocturnos que en aquella época
velaban en derredor del Alcázar, ya por los gemidos
del viento, que hacía girar las veletas de las
torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las
calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se
mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que
parecen como incrustados al pie de las rocas que baña
el Tajo, y sobre las que se asienta la ciudad, vio
aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por
uno de los estrechos senderos que desde lo alto de
los muros conducen al río, a una persona a quien, al
parecer, aguardaba con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No
parece sino que esta noche anda revuelta toda esa
endiablada raza de judíos !... ¿Dónde diantres se
tendrán dada cita con Satanás, que todos acuden a
mi barca, teniendo tan cerca el puente?... No, no irán
a nada bueno cuando así evitan toparse de manos a
boca con los hombres de armas de San Cervantes, pero,
en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y
a su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.
Esto diciendo, el buen hombre, sentándose en su
barca, aparejó los remos, y cuando Sara, que no era
otra la persona a quien al parecer había aguardado
hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó
la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en
dirección a la orilla opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al
barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y
como refiriéndose a algo de que ya habían tratado
anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado:
¡un enjambre! Parece que esta noche será la última
que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan
la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien
que debe de llegar esta noche. Yo no sé para qué lo
aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo
algunos instantes sumida en un profundo silencio y
como tratando de ordenar sus ideas. «No hay duda -pensaba
entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y
prepara, alguna venganza horrible. Es preciso que yo
sepa dónde van, qué hacen, qué intentan. Un
momento de vacilación podría perderlo.»
Cuando Sara se puso un instante en pie, y como para
alejar las horribles dudas que la preocupaban se pasó
la mano por la frente, que la angustia había
cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la
orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea, arrojando
algunas monedas a su conductor y señalando un camino
estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre
las rocas, ¿es ese el camino que siguen?
-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro,
desaparecen por la izquierda. Después, el diablo y
ellos sabrán a dónde se dirigen -respondió el
barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había
indicado. Durante algunos minutos se la vio aparecer
y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro
laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico después,
y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del
Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre
el fondo azul del cielo, y, por último, desapareció
entre las sombras de la noche.
IV
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la
pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como a
dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce
en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en
aquella época los ruinosos restos de una iglesia
bizantina, anterior a la conquista de los árabes.
En el atrio, que dibujaban algunos pedruscos
diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas
parásitas, entre las que yacían, medio ocultas, ya
el destrozado capitel de una columna, ya un sillar
groseramente esculpido con hojas entrelazadas,
endriagos horribles o grotescas o informes figuras
humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros
laterales y algunos arcos rotos ya y cubiertos de
hiedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural
presentimiento, al llegar al punto que le había señalado
su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa
acerca del camino que debía seguir; pero, por último,
se dirigió con paso firme y resuelto hacia las
abandonadas ruinas de la iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel,
que ya no sonreía; Daniel, que no era ya el viejo débil
y humilde, sino que, antes bien, respirando cólera
de sus pequeños y redondos ojos, parecía animado
del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud
como él, ávida de saciar su sed de odio en uno de
los enemigos de su religión, estaba allí y parecía
multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en
el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una
horrible solicitud los aprestos necesarios para la
consumación de la espantosa obra que había estado
meditando días y días, mientras golpeaba impasible
el yunque de su covacha de Toledo.
Sara, que en favor de la oscuridad había logrado
llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer
un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al
penetrar en su interior con la mirada.
Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba las
sombras de aquel círculo infernal en los muros del
templo, había creído ver que algunos hacían
esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz,
mientras otros tejían una corona con las ramas de
los zarzales o afilaban sobre una piedra las puntas
de enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó
por su mente: recordó que a los de su raza los habían
acusado más de una vez de misteriosos crímenes;
recordó vagamente la aterradora historia del Niño
Crucificado, que ella hasta entonces había creído
una grosera calumnia inventada por el vulgo para
apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de
sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de
martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban a
la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en
generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el
verdadero Dios que su amante le había revelado, no
pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo y,
rompiendo por entre la maleza que la ocultaba,
presentóse de imprevisto en el umbral del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de
sorpresa, y Daniel, dando un paso hacia su hija, en
ademán amenazante, le preguntó con voz ronca:
-¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara
con voz firme y resuelta- todo el baldón de vuestra
infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis
la víctima para el sacrificio, si ya no es que
intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque
el cristiano a quien aguardáis no vendrá porque yo
lo he prevenido de vuestras asechanzas.
-¿Sara! -exclamó el judío, rugiendo de cólera-.
Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos hecho
traición, hasta el punto de revelar nuestros
misteriosos ritos, y si es verdad que los has
revelado, tú no eres mi hija...
-No; ya no lo soy; he encontrado otro Padre, un Padre
todo amor para los suyos, un Padre a quien vosotros
clavasteis en una afrentosa cruz y que murió en ella
por redimiros, abriéndonos para una eternidad las
puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque
soy cristiana y me avergüenzo de mi origen.
Al oir estas palabras, pronunciadas con esa enérgica
entereza que sólo pone el cielo en boca de los mártires,
Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa
hebrea y derribándola en tierra y asiéndola por los
cabellos, la arrastró, como poseído de un espíritu
infernal, hasta el pie de la cruz, que parecía abrir
sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al
dirigirse a los que los rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa
infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus
hermanos.
IV
Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral
asordaban los aires tocando a gloria, y los honrados
vecinos de Toledo se entretenían en tirar
ballestazos a los Judas de paja, ni más ni menos que
como todavía lo hacen en algunas de nuestras
poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho,
como tenía por costumbre, y con su eterna sonrisa en
los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin
dejar por eso de golpear en el yunque con su
martillito de hierro; pero las celosías del morisco
ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más
a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de
azulejos de colores.
...
Cuentan que algunos años después un pastor trajo al
arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la
cual se veían figurados todos los atributos del
martirio del Salvador del mundo, flor extraña y
misteriosa, que había crecido y enredado sus tallos
por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.