Se pasó toda la semana esperando que lloviera. Mirando el cielo de forma compulsiva. Densos nubarrones negros iban y venían. En la televisión pronosticaban tormentas devastadoras. Las numerosas aplicaciones que había descargado en su teléfono móvil, y que consultaba compulsivamente, daban agua y más agua.
Ni una gota.
Necesitaba que lloviera. Que el agua lo barriera todo. Que limpiara cada rincón de su alma. Que no dejase nada en pie. Riadas sin fin. Granizo salvador. Relámpagos iluminando su oscuridad. Zambullirse para siempre entre borrascas, truenos y charcos.
Cada noche, combatía su decepción emborrachándose, y asistiendo en primera fila a la sucesión de infinitos fantasmas. El lunes mezcló whisky con el recuerdo que aún tenía de su sonrisa. El martes cervezas con la calidez de sus besos. El miércoles fue ron con el brillo infinito de sus ojos. El jueves echó mano del vodka con sus incontables te quiero. El viernes no era consciente de lo que bebió, pero lo acompañó del sonido mágico de su voz. Alcohol y más alcohol. Un día más y otro, eternamente el mismo.
Cada mañana, después de dormir unas pocas horas, y con una resaca que le clavaba mil alfileres en su cerebro, sólo podía arrastrarse a través de las sábanas, para mirar por una rendija de su ventana. Esperando la lluvia. Implorando la lluvia.
Ni una gota.
El domingo a media tarde encontraron su coche volcado en una cuneta. Enterrado en barro, cubierto de ramas. Dentro hallaron su cuerpo. En su cara una dulce sonrisa, y sus pulmones, anegados de agua de lluvia.
Aquella semana no llovió.
Ni una gota.
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