Una vez más, al igual que todas las soleadas tardes de aquella anticipada primavera, aceleré mis pasos hacía la zona central del parque contiguo a mi casa, justo cuando acababan de dar las 6.
Un poco de ejercicio y respirar naturaleza eran la alternativa perfecta para mitigar los dolores de cabeza de los últimos días. La realidad era otra. Quería volver a verla. Necesitaba verla. Se había convertido en algo tan necesario como el aire que ahora aspiraba entrecortadamente, presa de la celeridad de mis pasos.
Acababa de cruzar el último grupo de setos, cuando, sentada en uno de los bancos que franqueaban la gran fuente central, mis ojos me regalaron el milagro de volver a verla.
Allí estaba, leyendo un libro, mientras vigilaba de reojo a una rubia niñita que probablemente sería su hija.
Utilicé uno de los bancos cercanos, con la excusa de hacer unos cuantos estiramientos que relajaran mis músculos tras la carrera, pero con la mirada fija en ella. No podía dejar de mirarla. De maravillarme ante cada uno de sus gestos. De sentirme el más feliz de los hombres ante tanta belleza. De rogarle a Dios que aquel momento no acabara nunca.
No recuerdo cuanto tiempo estuve allí, ni cuantas tardes había ido a verla, pero aquella tarde sucedió. Ella me miró. Se fijó en mi existencia. Por primera vez. Intente volver a salir corriendo, pero algo me paralizaba. Ella se levantó, y con una gran sonrisa, se dirigió directa hacia mí. No podía creer lo que estaba sucediendo. Mi cuerpo temblaba como si fuera un adolescente. Sin duda se dirigía hacia mí, aceleradamente, inevitablemente, todo iba a suceder, lo quisiera o no.
Al llegar frente a mí, se abalanzó efusivamente y me rodeó con sus brazos, al tiempo que me regalaba un cálido beso en los labios. Los relojes se detuvieron. Mis barreras cayeron. La besé como si fuera el único beso que podría darle en la vida. Como si toda mi existencia estuviera destinada a aquel instante.
Cuando terminó, se me quedó mirando, con una expresión de infinita ternura, pero que pronto se tornó en preocupación, al contemplar mi rostro estupefacto. Quiso hablarme, pero de su boca apenas pudo brotar sonido alguno, mientras, señalaba con un dedo el bolsillo de mi pantalón deportivo.
Todo ocurrió como si la realidad empezara a desvanecerse en mi mente. Metí una mano en el bolsillo, como el que sabe que su vida está a punto de cambiar para siempre, y comprobé que dentro había una nota escrita con mi letra. Era breve. Comencé a leerla. Cuando terminé, mi mundo se había resquebrajado, al tiempo que una lágrima de triste alegría resbalaba por mi rostro.
Sólo decía: «Es tu mujer, tienes los primeros brotes de Alzheimer».
Puedes escuchar este cuento en formato audio, narrado por la voz de Trini Megías, en la siguiente dirección:
https://dl.dropboxusercontent.com/u/13364719/tristealegria.mp3
Related Posts