Hoy, a estas horas, hace justo un año, una camilla de un hospital en Granada, era empujada a través de innumerables y estrechos pasillos. Entraba y salía de ascensores. Sorteaba a pacientes y a sus acompañantes, hasta finalmente llegar a su destino final… un quirófano. La meta para sus chirriantes ruedas…
Hasta ahí, nada en especial. Todos los días, muchas camillas hacen el mismo camino. Muchas… Pero en esa camilla iba yo.
No estaba nada nervioso. Ese pequeñito viaje tenía que suponer el fin a meses de dolor, de noches en vela, de ambulancias con destino a frías y desesperanzadoras consultas de urgencias. El fin del sufrimiento para mi y para mi familia.
– Respira profundo. Es sólo oxígeno.
Esas son las últimas palabras que recuerdo antes de la operación. La anestesia general inundó por sorpresa todos mis sentidos. Mi cuerpo y mente la recibieron como un regalo divino.
De las siguientes tres horas, no recuerdo nada. Luego el despertar poco a poco, el éxito de la intervención, el cariño de mi familia, la recuperación poco a poco, hasta completarse finalmente unos meses despúes…
Sin embargo, aún hoy, un año después, hay muchos días en los que tengo la extraña sensación que todavía estoy tumbado en aquella camilla, con la anestesia general, sumido en un profundo e interminable sueño, esperando despertar… o quizás no despierte nunca…