J. C.
Fredric Brown
– Walter, ¿qué es un J. C.? – preguntó la señora Ralston a su marido, el doctor Ralston, mientras desayunaban.
– Bueno, creo que éste era el nombre con que se designaba a los miembros de la llamada Cámara de Comercio Juvenil. No sé si todavía existen o no. ¿Por qué?
– Martha me ha dicho que Henry murmuraba ayer noche algo acerca de los J. C., cincuenta millones de J. C. No quiso contestarle cuando ella le preguntó qué significaba.
Martha era la señora Graham, y Henry, su marido, el doctor Graham. Vivían en la casa de al lado y los dos doctores y sus esposas eran íntimos amigos.
– Cincuenta millones – repitió el doctor Ralston, meditativamente -. Este es el número de partenogénesis efectuadas.
Él debía saberlo; él y el doctor Graham eran los responsables de las partenogénesis. Veinte años atrás, en 1980, realizaron el primer experimento de partenogénesis humana, la fertilización de una célula femenina sin ayuda de otra masculina. El fruto de ese experimento, llamado John, tenía veinte años y vivía con el doctor Graham y su esposa en la casa de al lado; lo habían adoptado tras el fallecimiento de su madre en un accidente ocurrido hacía algunos años.
Ningún otro partenogenésico tenía más de la mitad de la edad de John. Hasta que John hubo cumplido diez años, y se reveló como una persona sana y normal, no se decidieron las autoridades a retirar todos los obstáculos y permitir a todas las mujeres que quisieran tener un hijo y fueran solteras o estuvieran casadas con un hombre estéril que tuvieran un hijo partenogenésicamente. Debido a la escasez de hombres – la desastrosa epidemia iniciada en 1970 había aniquilado a casi la tercera parte de la población masculina del mundo -, más de cincuenta millones de mujeres solicitaron el permiso para tener hijos partenogenésicos y lo obtuvieron. Afortunadamente, para compensar el equilibrio de sexos, resultó que todos los niños concebidos por partenogénesis fueron varones.
– Martha cree – dijo la señora Ralston – que Henry está preocupado por John, pero no sabe por qué. ¡Es un muchacho tan bueno!
El doctor Graham irrumpió súbitamente y sin previo aviso en la habitación. Estaba muy pálido y tenía los ojos desorbitados cuando se encaró con su colega.
– Yo tenía razón – declaró.
– ¿Acerca de qué?
– Acerca de John. No se lo he dicho a nadie, pero ¿sabes lo que hizo cuando se nos acabó la bebida en la fiesta de anoche?
El doctor Ralston frunció el ceño.
– ¿Convertir el agua en vino?
– En ginebra; estábamos tomando martinis. Y hace un momento se ha ido a hacer esquí acuático… y no se ha llevado los esquís. Me ha dicho que con fe no los necesitaba.
– ¡Oh, no! – exclamó el doctor Ralston.
Sepultó la cabeza entre las manos.
En la historia sólo había habido un nacimiento virginal antes de entonces. Ahora, cincuenta millones de niños nacidos virginalmente estaban creciendo. Al cabo de otros diez años serían cincuenta millones de… J. C.
– ¡No! – sollozó el doctor Ralston -. ¡No!
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