Aquella mañana se levantó maldiciéndola.
Antes del desayuno lo había hecho 74 veces. Era su mecanismo de defensa ante el influjo que ella todavía ejercía sobre su alma.
Se duchó, fue a hacer la compra, y regresó pronto para preparar el almuerzo. La cuenta ya ascendía a 322.
Comió, como la mayoría de las veces, sin hambre, mientras su dedo se debatía frenéticamente por el mando de la tele, buscando basura que llenara su mente.
Terminó el postre y ya eran 471.
Se arregló en diez minutos y salió aceleradamente camino del trabajo. El único sitio donde podía mantener su mente ocupada, lejos de su influjo, lejos de su recuerdo.
A pesar de ello, cuando llegó a casa aquella noche, el contador marcaba 838.
Cenó, y se derrumbó en el sofá. Necesitaba combatir aquel cansancio físico. Él prefería creer que era físico.
Cuando se metió en cama, sabía que aún le costaría un mundo dormirse, y que probablemente la cuenta rondaría el 1000.
Suficiente para deshacerse de ella. Suficiente para derrotarla y expulsarla de la prisión en que se había convertido su cerebro.
Otra noche más, un instante justo antes de quedarse dormido, volvió a creer que estaría a salvo de ella. A salvo de su voz callando las mismas mentiras, de su mirada perdida en otro futuro, de su amor convertido en basura.
Como cada noche, volvió a equivocarse. 1000 no habían sido suficientes. Quizá con unas pocas más estaría a salvo. Seguro que unas pocas más serían la solución. Tenían que serlo.
Aquella mañana se levanto maldiciéndola…