15 minutos 37 segundos

15 minutos 37 segundos. Jaime empezó a creer, ahora sí, que en verdad las cosas le empezaban a salir bien. O al menos, que la desdicha le estaba empezando a dar una tregua.

Después de la traumática separación de Daniela, su novia de toda la vida, y de meses donde la desesperación era el único motor que guiaba sus pasos, una llamada lo había cambiado todo.

El director general de su empresa había aceptado el traslado a la oficina más cercana a su pequeño y coqueto pisito en el centro, a tan solo 15 minutos y 37 segundos andando, y sin necesidad de coger el coche, olvidarse de atascos, aparcamientos, madrugones, y demás aventuras matutinas de la vida moderna.

Si bien es cierto que todavía no había superado la ruptura, cada vez le dolía mucho menos, y la incorporación a la nueva oficina, con nuevas rutinas y nuevos compañeros, pensaba que indudablemente, haría porque acabase de olvidarla de una maldita vez.

El primer día de trabajo, se notó bastante incómodo sin saber por qué. No, no fue culpa de sus compañeros, ni de las tareas que tenía asignadas. De hecho, la ansiedad se había adueñado de él, minutos antes de llegar a la oficina. Una ansiedad que no se pudo quitar de encima durante el resto de la jornada laboral.

En los siguientes días ocurrió lo mismo. Indudablemente, el malestar le sobrevenía en el camino a la oficina. Aquella mañana, examinó cuidadosamente cada cambio, cada reacción en su estado de ánimo… hasta que al fin se dio cuenta.

Su malestar aparecía instantáneamente, por sorpresa, en unos segundos, cuando pasaba delante del restaurante italiano preferido de Daniela, donde habían ido cientos de veces y donde la Lasaña Vegetal era para ella de obligada elección. Celestial, era la palabra que usaba.

Jaime tenía que poner remedio a aquello. Sería bien fácil, daría un rodeo y aunque tardara un poco más en llegar al trabajo, merecería la pena para evitar aquella ansiedad.

Ansiedad que siguió sin remitir. En su nuevo rodeo de 15 minutos a través de las calles situadas en la dirección opuesta, Jaime se dio de bruces con la cafetería preferida de Daniela. Allí habían ido miles de veces para que ella degustara, según sus palabras, el mejor capuccino del mundo.

Mucha más ansiedad, y de nuevo un rodeo aún más pronunciado, era obligatorio para Jaime. Volvió a alejarse de aquellas calles, dio mil vueltas, anduvo por estrechas callejuelas, lugares apenas transitados, calles sin asfaltar o de mala reputación. Y cuando por fin se creyó a salvo, ante sus ojos apareció un cartel que decía «Heladería El Cucurucho». Sus piernas comenzaron a tambalearse, su vista apenas dejaba entrever una neblina. La heladería preferida de Daniela. Helado con una bola de pistacho y otra de tiramissú. A él siempre le había parecido algo repugnante, pero ella entraba en una especie de orgasmo gastronómico (su cara era la misma), con la primera chupada al cucurucho.

Jaime ya no pudo más. Aquello había sido superior a sus fuerzas. A la mañana siguiente se levantó 2 horas y 15 minutos antes, se duchó, desayunó a toda pastilla, cogió el coche, se metió en la circunvalación, se encontró con mil atascos, doscientos insultos matutinos, 5 amenazas de multas, 4 conductores suicidas, 1 perro cruzándose para rozar su guardabarros y media hora dando vueltas para aparcar bastante lejos de la oficina.

Llegó al trabajo muy muy relajado. Tardó 1 hora y 33 minutos. Sin duda, Jaime era un tipo muy afortunado con su nuevo trabajo, tan cerca de su pequeño y coqueto pisito en el centro.

Ni una gota

Se pasó toda la semana esperando que lloviera. Mirando el cielo de forma compulsiva. Densos nubarrones negros iban y venían. En la televisión pronosticaban tormentas devastadoras. Las numerosas aplicaciones que había descargado en su teléfono móvil, y que consultaba compulsivamente, daban agua y más agua.

Ni una gota.

Necesitaba que lloviera. Que el agua lo barriera todo. Que limpiara cada rincón de su alma. Que no dejase nada en pie. Riadas sin fin. Granizo salvador. Relámpagos iluminando su oscuridad. Zambullirse para siempre entre borrascas, truenos y charcos.

Cada noche, combatía su decepción emborrachándose, y asistiendo en primera fila a la sucesión de infinitos fantasmas. El lunes mezcló whisky con el recuerdo que aún tenía de su sonrisa. El martes cervezas con la calidez de sus besos. El miércoles fue ron con el brillo infinito de sus ojos. El jueves echó mano del vodka con sus incontables te quiero. El viernes no era consciente de lo que bebió, pero lo acompañó del sonido mágico de su voz. Alcohol y más alcohol. Un día más y otro, eternamente el mismo.

Cada mañana, después de dormir unas pocas horas, y con una resaca que le clavaba mil alfileres en su cerebro, sólo podía arrastrarse a través de las sábanas, para mirar por una rendija de su ventana. Esperando la lluvia. Implorando la lluvia.

Ni una gota.

El domingo a media tarde encontraron su coche volcado en una cuneta. Enterrado en barro, cubierto de ramas. Dentro hallaron su cuerpo. En su cara una dulce sonrisa, y sus pulmones, anegados de agua de lluvia.

Aquella semana no llovió.
Ni una gota.