Con retraso

Todo en la vida nos llega con retraso.

Leemos periódicos que fueron escritos hace horas. Demasiado tarde para reaccionar.

La imagen de la televisión nos llega con unos segundos de retardo. Premio para el vecino que contemple antes las miserias del hipnótico caleidoscopio.

Juzgamos a delincuentes cuyo delito es imposible de reparar.

Nos cruzamos de brazos ante gobiernos que tratan de arreglar los desastres de anteriores gobiernos, mientras generan los suyos propios, aún más imperdonables.

Nos emocionamos ante unos pocos libros escritos hace años, mientras que ignoramos o despreciamos una inmensa mayoría que cambiarían nuestras vidas.

Nuestras noches están iluminadas por estrellas que quizá hace siglos que estallaron.

Tardamos en darnos cuenta de las personas que realmente merecen la pena, y repetimos una y otra vez rodeándonos del mismo tipo de imbéciles.

Añoramos pronunciar mil te quieros para gente que se fue sin ellos.

Nos enamoramos demasiado tarde, a destiempo, cuando el sol de primavera renunció por nubes de tormenta sin fin.

Morimos, justo después de darnos cuenta que no hemos vivido.

Todo en la vida nos llega con retraso.

Buscándote

Un buen día estaba, y al siguiente había desaparecido.
No había ni rastro de ella.
Desde el momento en que la perdió, Jesús trató de buscar a Susana.
No entraba en su cabeza que ella se hubiera ido.
Se negaba a aceptar que la había perdido para siempre.

Tanto compartido. Tanto vivido. No… era imposible.
Tenía que hacer algo para encontrarla.

A la primera ciudad donde llegó, se dedicó a gritar su nombre con todas sus fuerzas, día y noche… A la mañana siguiente descubrió que en esa ciudad sólo vivía gente sorda.

En la siguiente ciudad, llenó todo con carteles de la foto de Susana y su número de móvil para que alguien contactara con él… Al poco, acabó descubriendo, que se trataba de una ciudad habitada sólo por ciegos.

Siguió intentando buscarla en la próxima ciudad. En ella sus habitantes caminaban con la cabeza baja, sin mirar por donde iban. Pendientes del teléfono móvil. No respondían a ninguna pregunta, sólo tecleaban de manera febril con una leve sonrisa de gente ida en sus rostros. Miles de emoticonos. Faltas de ortografía. Envíos de rosas y gatitos. Dedos rápidos para amigos de apariencias. Nadie dijo una palabra. Ciudad de mudos.

No consiguió nada en las siguientes ciudades que visitó. En unas no hablaban con forasteros a los que veían como una amenaza, en otras sus ciudadanos pertenecían a sectas impenetrables, en otras a etnias racistas o clasistas, en otras sólo había gente egoísta con la mirada siempre puesta en su ombligo…

Jesús no pudo más, y abatido y destrozado, regreso a su casa. Algo en su interior le seguía diciendo que algún día la encontraría, pero ahora las fuerzas le habían abandonado.

Cuando volvió a entrar al dormitorio que compartía con Susana, y que estaba tal cual lo había dejado la mañana en que ella se marchó… al fin lo comprendió todo… En el espejo del dormitorio, y con uno de los pintalabios de Susana, Jesús se había levantado a medianoche, y para que ella lo viviera cuando se levantara, había escrito con todo su corazón: TE AMO.

15 minutos 37 segundos

15 minutos 37 segundos. Jaime empezó a creer, ahora sí, que en verdad las cosas le empezaban a salir bien. O al menos, que la desdicha le estaba empezando a dar una tregua.

Después de la traumática separación de Daniela, su novia de toda la vida, y de meses donde la desesperación era el único motor que guiaba sus pasos, una llamada lo había cambiado todo.

El director general de su empresa había aceptado el traslado a la oficina más cercana a su pequeño y coqueto pisito en el centro, a tan solo 15 minutos y 37 segundos andando, y sin necesidad de coger el coche, olvidarse de atascos, aparcamientos, madrugones, y demás aventuras matutinas de la vida moderna.

Si bien es cierto que todavía no había superado la ruptura, cada vez le dolía mucho menos, y la incorporación a la nueva oficina, con nuevas rutinas y nuevos compañeros, pensaba que indudablemente, haría porque acabase de olvidarla de una maldita vez.

El primer día de trabajo, se notó bastante incómodo sin saber por qué. No, no fue culpa de sus compañeros, ni de las tareas que tenía asignadas. De hecho, la ansiedad se había adueñado de él, minutos antes de llegar a la oficina. Una ansiedad que no se pudo quitar de encima durante el resto de la jornada laboral.

En los siguientes días ocurrió lo mismo. Indudablemente, el malestar le sobrevenía en el camino a la oficina. Aquella mañana, examinó cuidadosamente cada cambio, cada reacción en su estado de ánimo… hasta que al fin se dio cuenta.

Su malestar aparecía instantáneamente, por sorpresa, en unos segundos, cuando pasaba delante del restaurante italiano preferido de Daniela, donde habían ido cientos de veces y donde la Lasaña Vegetal era para ella de obligada elección. Celestial, era la palabra que usaba.

Jaime tenía que poner remedio a aquello. Sería bien fácil, daría un rodeo y aunque tardara un poco más en llegar al trabajo, merecería la pena para evitar aquella ansiedad.

Ansiedad que siguió sin remitir. En su nuevo rodeo de 15 minutos a través de las calles situadas en la dirección opuesta, Jaime se dio de bruces con la cafetería preferida de Daniela. Allí habían ido miles de veces para que ella degustara, según sus palabras, el mejor capuccino del mundo.

Mucha más ansiedad, y de nuevo un rodeo aún más pronunciado, era obligatorio para Jaime. Volvió a alejarse de aquellas calles, dio mil vueltas, anduvo por estrechas callejuelas, lugares apenas transitados, calles sin asfaltar o de mala reputación. Y cuando por fin se creyó a salvo, ante sus ojos apareció un cartel que decía «Heladería El Cucurucho». Sus piernas comenzaron a tambalearse, su vista apenas dejaba entrever una neblina. La heladería preferida de Daniela. Helado con una bola de pistacho y otra de tiramissú. A él siempre le había parecido algo repugnante, pero ella entraba en una especie de orgasmo gastronómico (su cara era la misma), con la primera chupada al cucurucho.

Jaime ya no pudo más. Aquello había sido superior a sus fuerzas. A la mañana siguiente se levantó 2 horas y 15 minutos antes, se duchó, desayunó a toda pastilla, cogió el coche, se metió en la circunvalación, se encontró con mil atascos, doscientos insultos matutinos, 5 amenazas de multas, 4 conductores suicidas, 1 perro cruzándose para rozar su guardabarros y media hora dando vueltas para aparcar bastante lejos de la oficina.

Llegó al trabajo muy muy relajado. Tardó 1 hora y 33 minutos. Sin duda, Jaime era un tipo muy afortunado con su nuevo trabajo, tan cerca de su pequeño y coqueto pisito en el centro.

Ni una gota

Se pasó toda la semana esperando que lloviera. Mirando el cielo de forma compulsiva. Densos nubarrones negros iban y venían. En la televisión pronosticaban tormentas devastadoras. Las numerosas aplicaciones que había descargado en su teléfono móvil, y que consultaba compulsivamente, daban agua y más agua.

Ni una gota.

Necesitaba que lloviera. Que el agua lo barriera todo. Que limpiara cada rincón de su alma. Que no dejase nada en pie. Riadas sin fin. Granizo salvador. Relámpagos iluminando su oscuridad. Zambullirse para siempre entre borrascas, truenos y charcos.

Cada noche, combatía su decepción emborrachándose, y asistiendo en primera fila a la sucesión de infinitos fantasmas. El lunes mezcló whisky con el recuerdo que aún tenía de su sonrisa. El martes cervezas con la calidez de sus besos. El miércoles fue ron con el brillo infinito de sus ojos. El jueves echó mano del vodka con sus incontables te quiero. El viernes no era consciente de lo que bebió, pero lo acompañó del sonido mágico de su voz. Alcohol y más alcohol. Un día más y otro, eternamente el mismo.

Cada mañana, después de dormir unas pocas horas, y con una resaca que le clavaba mil alfileres en su cerebro, sólo podía arrastrarse a través de las sábanas, para mirar por una rendija de su ventana. Esperando la lluvia. Implorando la lluvia.

Ni una gota.

El domingo a media tarde encontraron su coche volcado en una cuneta. Enterrado en barro, cubierto de ramas. Dentro hallaron su cuerpo. En su cara una dulce sonrisa, y sus pulmones, anegados de agua de lluvia.

Aquella semana no llovió.
Ni una gota.

No lo son

A lo largo de mis 3 últimos años de trabajo, he tenido que tomarle las huellas dactilares a miles de personas, de toda clase y condición, desde gente con una alta posición social y económica, hasta vagabundos que no recuerdan cuando se dieron su última ducha, y que hacen frente a las tasas con infinidad de moneditas, fruto de muchas horas de limosna.

Se me han dado casos muy curiosos, graciosos, tristes, muchas anécdotas. Algunas las he contado en mi cuenta de Facebook, y otras se quedarán para siempre en mi memoria. La de hoy faltaba por contar. No porque no fuera destacable, sino por todo lo contrario. Es una de las más conmovedoras, y tenía que pensar como relatarla. Tenía que pensar como tratar de transmitir las sensaciones que viví en aquellos instantes. Ahí van.

Mucha gente, cuando entra por la puerta, ya viene con la preocupación de que le van a tomar las huellas. Nada más sentarse, ya me empiezan a contar que tienen una raja en tal dedo, o si con la escayola que traen no van a poder, e incluso atendí a un chico al que le explotaron varios petardos y traía las manos quemadas en carne viva. A todos, al final, salvo casos de desgaste por la edad, o por trabajar con productos abrasivos, se les acaba cogiendo las huellas.

Un día apareció por la puerta una mujer con su hijo, de unos 5 años. La mujer muy amable, educada y siempre con una sonrisa en los labios, y el niño igual. Además, rubito, con los ojos azules, prototipo de niño angelical. De mayor, iba a tener admiradoras a montones, de eso no cabía ninguna duda.

Y llego el momento de tomarle las huellas. A los niños pequeños les cojo las manos y las tomo yo directamente en el biométrico. Primero la derecha. Dedo índice. El niño siempre con una sonrisa en la cara. Más educado imposible. Todo bien. Ahora le cojo la mano izquierda. Voy a por el índice… y no tenía dedo.

La mujer y su hijo ni se alteraron, ni cambiaron un ápice en sus sonrisas. Todo natural. Ningún problema. Me contagiaron esa serenidad y estado de felicidad que traían, y yo amablemente les indiqué que entonces le iba a tomar las huellas del dedo corazón. Al final, el proceso terminó, y se fueron con esas sonrisas imborrables y dándome las gracias muy educadamente.

Muchas cosas acudieron entonces a mi mente. El sufrimiento que debía haber pasado el niño ante tal mutilación. El tener que vivir sin uno de los dedos principales de la mano… Todo quedo eclipsado por las caras de felicidad y aceptación de esa madre y su hijo. Lo vieron tan natural, que ni siquiera me advirtieron que no tenía dedo.

Esa tarde, la vida me volvió a recordar, que en el mundo podemos encontrar personas que se acomplejan, temen, o engrandecen defectos que sólo lo son cuando ellos les dan importancia, o personas, como aquella madre y su hijo, que los aceptan y los viven como algo natural, sin que tengan por qué llegar a considerarlos defectos… porque no lo son, si para los que viven con ellos, no lo son.

Todos mis teléfonos móviles

En el año 2005 escribí una entrada en este blog, hablando de los teléfonos móviles que había tenido hasta la fecha. Esta entrada es la actualización a 2013.

Todos mis móviles

A lo largo de mi vida he tenido 7 teléfonos móviles. No son muchos, teniendo en cuenta que los suelo apurar bastante, y sacarles bastante partido. Desde 1999 que me compré el primero, salen a uno cada dos años.

(1999) Mi primer móvil fue un Panasonic G520. Guardo muy gratos recuerdos de él, no así de la operadora Telefónica Movistar. Era un móvil sencillo de manejar y que pocas veces fallaba. Incluso tenía vibración. Lo malo es que era muy largo (con antena) y por lo tanto lo llevaba en una funda colgado, ya que era imposible llevarlo en el bolsillo del pantalón.

(2000) El segundo móvil fue un Alcatel One Touch Easy, de la novedosa promoción Dúo de Amena. Mi exnovia y yo compramos un pack de dos teléfonos y así nos salía más barato hablar. El teléfono era bastante malo, fallaba mucho, las teclas con el tiempo dejaban de responder y había que estrujarlas para que funcionaran. La oferta del Dúo fenomenal, muy barata. Cuando me cansé de él, mi madre lo usó una temporada y luego no sé donde acabó.

(2001) Ante la baja calidad del anterior teléfono, mi exnovia me regaló para mi cumpleaños el siguiente, un Nokia 3210. Muy cómodo de manejar y fiable. Como novedad es que al ser más pequeño que los anteriores, podía llevarlo en el bolsillo. Como punto negativo, no tenía vibración.

(2003) El siguiente teléfono fue un Siemens MT50 (modelo que sólo comercializó Amena). Pequeñito, muy cómodo. Lo dejé porque en el mercado estaban apareciendo los nuevos smartphones, con un sistema operativo capaz de instalar aplicaciones.

(2006) Mi primer smartphone, el Nokia 6630. Con el sistema operativo Symbian, se le podían instalar aplicaciones, navegar por Internet, cámara de fotos, etc. Como yo lo quería usar con tarjeta prepago, lo tuve que comprar libre, por lo que me salió caro, aunque luego lo amorticé al no estar sujeto a ningún contrato.

(2009) Seducido por mi primer cacharrito de Apple (un iPod Touch), me decidí sin ninguna duda a comprar un iPhone 3GS, y la verdad es que la experiencia fue de lo más satisfactoria. Tanto, que hoy en día estoy plenamente convencido a seguir comprando móviles de esta marca, por su calidad, diseño, y el hardware y software que integran. Hoy en día este móvil lo usa un hermano.

(2012) Al cabo de 3 años, y con nuevos modelos de móviles de Apple, me decidí a comprar el iPhone 5, con muchísimas más prestaciones que mi anterior móvil, con una cámara de fotos bastante buena, y un diseño espectacular. Actualmente es mi móvil, y espero que me duré por lo menos 3 años, al cabo de los cuales, lo sustituiré casi seguro por otro iPhone futuro.

¿Y vosotros, cuántos habéis tenido?

Triste alegría

Una vez más, al igual que todas las soleadas tardes de aquella anticipada primavera, aceleré mis pasos hacía la zona central del parque contiguo a mi casa, justo cuando acababan de dar las 6.

Un poco de ejercicio y respirar naturaleza eran la alternativa perfecta para mitigar los dolores de cabeza de los últimos días. La realidad era otra. Quería volver a verla. Necesitaba verla. Se había convertido en algo tan necesario como el aire que ahora aspiraba entrecortadamente, presa de la celeridad de mis pasos.

Acababa de cruzar el último grupo de setos, cuando, sentada en uno de los bancos que franqueaban la gran fuente central, mis ojos me regalaron el milagro de volver a verla.

Allí estaba, leyendo un libro, mientras vigilaba de reojo a una rubia niñita que probablemente sería su hija.

Utilicé uno de los bancos cercanos, con la excusa de hacer unos cuantos estiramientos que relajaran mis músculos tras la carrera, pero con la mirada fija en ella. No podía dejar de mirarla. De maravillarme ante cada uno de sus gestos. De sentirme el más feliz de los hombres ante tanta belleza. De rogarle a Dios que aquel momento no acabara nunca.

No recuerdo cuanto tiempo estuve allí, ni cuantas tardes había ido a verla, pero aquella tarde sucedió. Ella me miró. Se fijó en mi existencia. Por primera vez. Intente volver a salir corriendo, pero algo me paralizaba. Ella se levantó, y con una gran sonrisa, se dirigió directa hacia mí. No podía creer lo que estaba sucediendo. Mi cuerpo temblaba como si fuera un adolescente. Sin duda se dirigía hacia mí, aceleradamente, inevitablemente, todo iba a suceder, lo quisiera o no.

Al llegar frente a mí, se abalanzó efusivamente y me rodeó con sus brazos, al tiempo que me regalaba un cálido beso en los labios. Los relojes se detuvieron. Mis barreras cayeron. La besé como si fuera el único beso que podría darle en la vida. Como si toda mi existencia estuviera destinada a aquel instante.

Cuando terminó, se me quedó mirando, con una expresión de infinita ternura, pero que pronto se tornó en preocupación, al contemplar mi rostro estupefacto. Quiso hablarme, pero de su boca apenas pudo brotar sonido alguno, mientras, señalaba con un dedo el bolsillo de mi pantalón deportivo.

Todo ocurrió como si la realidad empezara a desvanecerse en mi mente. Metí una mano en el bolsillo, como el que sabe que su vida está a punto de cambiar para siempre, y comprobé que dentro había una nota escrita con mi letra. Era breve. Comencé a leerla. Cuando terminé, mi mundo se había resquebrajado, al tiempo que una lágrima de triste alegría resbalaba por mi rostro.

Sólo decía: «Es tu mujer, tienes los primeros brotes de Alzheimer».

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Puedes escuchar este cuento en formato audio, narrado por la voz de Trini Megías, en la siguiente dirección:

https://dl.dropboxusercontent.com/u/13364719/tristealegria.mp3